Floreal Rodríguez Rodríguez.
S/C de La Palma, 1910-
Pinar de Fuencaliente, 1936-37.
Tabaquero, hijo de Silvestre y Antonia.
Miembro del Partido Comunista, directivo de Radio
Comunista, colaborador de José Miguel Pérez ,
Secretario de la Unión de Torcedores de la Federación
de Trabajadores de La Palma, redactor de “Espartaco”
y de “Mundo Obrero”.
Fue uno de “Los Trece de Fuencaliente”, asesinado
(a los 26 años) y enterrado en las inmediaciones del
Pino del Consuelo.
Floreal (Florián Saturnino Eusebio) Rodríguez y Rodríguez nace en S/C de La
Palma el 6 de Marzo en 1910, hijo de Silvestre Rodríguez de la Concepción, natural
de San Andrés y Sauces, y de Antonia Rodríguez Guerra, de las Nieves, en el nº
6 de La Encarnación, en Santa Cruz de La Palma. Era una familia pequeña, padre,
madre y una hermana, Arabia, fallecida no ha mucho, que se preocupó de guardar
la memoria de su hermano Floreal, conservando fotografías y algunos papeles. La triste
suerte de su hermano hizo que Arabia Rodríguez se comprometiera además a recabar
y conservar información, fotografías en particular, de los demás compañeros de
infortunio de su hermano, o sea, de “los Trece de Fuencaliente”.
Este relato, que bien pudiera titularse “Dialogo entre el Cristo del Llanto y la
Virgen de Las Nieves”, se contiene en un cuadernillo “de escuela” de la época, que
por su contenido fue, sin duda, un cuadernillo de notas o apuntes muy variados, con
muchas citas de autores, incluido Mahoma, y algún que otro dato para su publicación
en “Espartaco”
Floreal fue todo un ejemplo de autodidacta: miembro de una familia humilde,
trabaja desde muy joven a la vez que estudiaba, con una enorme afición por la lectura
y la naturaleza: no había una excursión sin un libro. Así alcanzó una base cultural
y unas cualidades para la expresión escrita poco común en personas de su ámbito
socio-familiar para quienes los estudios medios y superiores eran inalcanzables.
Tabaquero, se afilia muy pronto al Partido Comunista/Radio Comunista que dirigía
José Miguel Pérez en La Palma llevado por su idealismo de luchar por el mejor bienestar
de la humanidad, desempeñando es estas organizaciones destacados puestos dirigentes:
en 1936 era el Secretario de la muy bien organizada Unión de Torcedores2
de la Federación de Trabajadores de La Palma; fue también permanente colaborador
en el periódico obrerista palmero “Espartaco” y corresponsal de “Mundo Obrero”,
órgano oficial del Partido Comunista de España.
Al producirse la toma de La Palma por las tropas del “Canalejas” (25 de Julio de
1936) y concluir la “Semana Roja”3
, que tan duramente pagarían una parte de los
palmeros, Floreal, como otros muchos miembros de los partidos izquierdistas, temiendo las represalias de los golpistas, se ocultó en las inmediaciones de su barrio, La
Encarnación-El Planto, auxiliado por su familia y algunos vecinos; primero en un
sobretecho, luego en una carbonera (donde escribió el relato que aquí se publica) y
luego, pasado escondido en una paca de hierba, a un “encanutado” (desagüe subterráneo
de una finca). Imagínese el lector en qué condiciones tuvo que vivir. Su madre
recibió en su propia casa palizas propinadas por un guardia civil de triste recuerdo
y cuyo apellido se asemeja al vocablo “matasanos” con el fin de que delatara dónde
estaba su hijo. Nunca lo dijo.
Floreal determinó marcharse al monte junto a sus compañeros, los “alzados” (¿?),
uniéndose a la mal llamada por los facciosos «Partida del Tintorero» (Miguel Hernández
Hernández) con los que convivió unos meses, hasta caer en una emboscada (Octubre-Noviembre
del 36) en el Roque/Cueva de La Calabaza (montes de Las Nieves)
denunciados por algunos vecinos de Velhoco. Fueron detenidos once: Miguel Hernández
Hernández «El Tintorero», de Argual, que por enfrentarse a sus verdugos fue
apaleado y castrado antes de ser asesinado, Floreal Rodríguez Rodríguez (26 años),
Víctor Ferraz Armas, ambos de S/C de La Palma, Sabino Pérez García, de Velhoco,
Dionisio Hernández Hernández, de Puntallana, Vidal Felipe Hernández (no estaba
en el monte, detenido en Mazo por llevar comida a un familiar, tenía 17 años), Antonio
Hernández Guerra, Eustaquio Rodríguez Cabrera, ambos de Puntallana, Manuel
Camacho Lorenzo, de Tazacorte, Dionisio Hernández Cabrera y Aniceto Rodrí-
guez Pérez (24 años), los dos de Puntallana otros dos pudieron escapar, Francisco
Brito, «Desgracia» y Antonino Pérez, cabrero de Velhoco que, tiempo después, contaron
los hechos.
Los bajaron a pie y amarrados por la Cuesta de El Planto/La Encarnación como
«trofeos de guerra». Según versión de algunos vecinos, al pasar por delante de la casa
de Floreal Rodríguez (La Encarnación, 8), llamaron a su madre y hermana para que
lo vieran, y uno de los fascistas le dijo a ambas: «¡Mírenlo bien que es la última vez
que lo van a ver!». La madre de Floreal jamás volvió a pisar la calle mientras vivió
y ambas mujeres, doña Antonia y Arabia Rodríguez, vistieron de luto hasta su
muerte.
Estos once detenidos fueron encarcelados en los calabozos del Cuartel de Infantería,
sito entonces en la Plaza de San Francisco, prácticamente incomunicados y sometidos
a permanentes palizas propinadas para que «cantaran», lo que se realizaba,
por lo general, en el Castillo de Santa Catalina o “Castillete”, entonces guarnicióncalabozos
y con pocos vecinos en sus cercanías.
En fecha no muy conocida, a finales de 1936 o principios de 1937, estos once
presos, a los que se sumaron dos más, Segundo Rodríguez Pérez, hermano de Aniceto,
y Ángel Hernández Hernández, detenidos por llevar comida a sus familiares fueron sacados de los calabozos del cuartel de San Francisco en
dos noches consecutivas, en las que sorpresivamente se produjo un “apagón general”
en toda S/C de La Palma, trasladándolos por el camino de La Dehesa en lugar
de las calles de la ciudad (no querían que les viesen atravesar Santa Cruz de La Palma)
hacia su terrible destino en los pinares de Fuencaliente; fueron Los Trece de Fuencaliente.
REPRODUCCIÓN LITERAL DEL ÚLTIMO RELATO
DE FLOREAL RODRÍGUEZ
I
«—¿Hablo con María de Las Nieves?... Aquí San Pedro. No te alarmes, María. No
es costumbre en mí servirme del teléfono, pues bien sabes que me dan de cara todas
esas extravagancias cuyo conjunto llama la gente —no sé porqué razón— “Progreso”;
pero es el caso que, aún a mí pesar, he de faltar a mi hábito utilizando estos hilos
para decirte algo que es preciso sepas cuanto antes No, no. Repito, que la cosa no es como para volvernos locos; aunque si puede ser
motivo de incontables y tremendos inconvenientes. Verás: han llegado hasta mí rumores
bastante desfavorables acerca de tu colaboración con esa gente española en
cambiar las cosas en España de acuerdo con su manera de ser y sus despreciables
intereses (Esto de despreciables es por si alguien está oyendo…) Escucha. Si, ya sé
que tu colaboración no es voluntaria y que por motivos que no es preciso traer a
colación, te ves en la necesidad dolorosa de acceder a sus caprichos y conveniencias
que, dicho sea de paso, nada favorecen a nuestra religión, aunque sí a nuestra Iglesia…
Pero…
Si, María; es muy razonable cuanto me dices pero es absolutamente preciso hacer
comprender a todos estos señores cuyas pretensiones parecen que no reconocen
límites, que puesto que exigen de nosotros una contribución que nos hace que pongan
en entredicho ante nuestros fieles más sinceros (y, lo peor, ante los que no son
fieles) todos los grandísimos inconvenientes que nos acarrean con sus descomunales
pretensiones. Y perdona que no escuche tus razonadas observaciones; pero no puedo
continuar porque será demasiado costosa esta conferencia y no disponemos de…
Mucha suerte por ahí y andad con pies de plomo que los tiempos no son para
menos.
—Mira, amigo del Llanto, no vengas tú también a descargar sobre mí tus acusaciones.
Tengo bastante, me parece, con el repertorio que me soltó por teléfono San
Pedro hace unos días.
—Perdona, amiga María. No sabía que el Santo Pedro te hubiera hablado del particular
y me satisface esta coincidencia, que robustece y presta autoridad a mis opiniones.
Pero… ¿Dices que por teléfono?
—¡Por teléfono y todo! Se excusó diciendo que le dan de cara
todos esos chismes del progreso; pero muy bien que advertí satisfacción, y creo que
me hubiera predicado su media horita si no es por el costo de la conferencia; en
cuanto a mí, confieso que no me disgusta.
—Nuestro papel —permitid que vuelva a mi discurso— me está pareciendo bastante
ridículo, María. Bien sabes que hacía mucho tiempo que no veía el sol.
Se excusan diciendo que como soy tan grande…Lo que no sabía yo que fuese
delito ser grande. En fin, dejemos mi figura pugilística… Preciso es que, este tiempo
que vamos a estar juntos lo aprovechemos en hablar de nuestros comunes intereses,
más amenazados desgraciadamente, de lo que nos podemos suponer —Me resigno a escucharte, amigo del Llanto. Pero oye este ruego y tenlo en cuenta:
pluraliza un poco… por que no voy a ser yo la cenicienta.
—Si no trato de acusarte, amiga María de Las Nieves. Si alguna vez lo parece, no
es mi intención, yo sólo quiero decirte lo que pienso y escuchar tu autorizada opinión
acerca de ello.
Aunque vivo olvidado de todos —y no me lamento— conozco algo de lo que sucede
en España y tengo noticias respecto de algunas conductas.
—Te rogaría no hicieses alusiones, pues nada hay que nos impida ser claros entre
nosotros.
—No puedo ser más claro, mi buena María, pues si bien sé que hay entre nuestros
“fieles” mucha conciencia tenebrosa, no podría señalar cuál de éstos son sus”
propietarios”. Pero, amiga, hemos de aceptar la verdad tal cual ella es y reconocer
—aunque sea duro— que la devoción de nuestros fieles por dinero y sus ansias de
poder en este sucio mundo —y pedimos a Dios que califique así su obra— está en
ellos mucho más desarrollada que su devoción cristiana y sus deseos de alcanzar el
bienestar en la otra vida…
—Mí querido amigo del Llanto: sin duda tienes toda la razón; pero a falta de plata,
hemos de aceptar el cobre. Son de cobre ordinario nuestros fieles, pero no los
tenemos mejores y ellos son nuestros sostenedores —amigo— por conveniencia unos,
por ignorancia los menos; por adular a los primeros, una buena cantidad y bastantes
por parecer gente “bien” y aprovechar las ocasiones en que nuestra religión les
ofrece ciertas ostentaciones.
—Veo que tú también has observado algunas verdades y convengo sin reservas que
es muy oportuno que las tengamos para nosotros. Comentando si nuestros fieles tienen
sus conveniencias, sus caprichos, más o menos estúpidos, y a veces inconfesables,
no diré que me opongo a servirles en todo lo que podamos y sea razonable, pero sí
es muy justo que exijamos a nuestra vez una lógica y justa reciprocidad —alguna justificación
de su parte—. Nuestro Santo Pedro ha dicho en síntesis —según me han
contado— que realicemos una política habilidosa —que “cubra las apariencias”, digámoslo
así—. Y esta es también concretamente mi idea. Bien sabes que los peores
enemigos de una doctrina cualquiera no son los que la combaten sino aquellos que,
llamándose sus defensores, la adulteran y falsifican, proporcionando al enemigo los
perores argumentos que contra esa doctrina puedan esgrimirse y, si hemos de ser sinceros,
hay que confesar que nuestros peores enemigos se encuentran en nuestro propio
campo.
Pero, amigo del Llanto —o del Planto, como el vulgo se empeña en llamarte—,
¿crees tú que adelantamos algo de esta manera? Más práctico me parece que estudiemos
y elaboremos nuestro plan de defensa, esforzándonos en hacerle comprender anuestros exigentes fieles la necesidad de aceptarlos explicándoles la conveniencia general
de ello.
—Muy fuerte, María, pero esa es tarea que sale de nuestras competencias.
—Esta necesidad iba a exponérsela a nuestro Santo Pedro cuando soltó su teléfono
alegando motivos económicos.
—Sin embargo María, es urgentísimo que, en la primera ocasión, planteemos la
cuestión en toda su realidad. Tú, que eres muy visitada y cuentas con muchos devotos
por tus bondades, habrás tenido infinitas oportunidades de ver entre estos a bastantes
individuos no muy dignos de ti y algunos cuyas fortunas cuentan en su formación
con el sacrificio de víctimas inocentes. María… hay riquezas cimentadas sobre
crímenes —son las más— y que para crecer necesitan víctimas como el militar necesita
soldados que enviar a la muerte para lograr ascenso rápidos…En este paseo que
me han dado desde mi ermita hasta esta tu casa, he sentido asco de muchísimos de
mis acompañantes y si no fuera por este tiempo que hemos estado reunidos hubiera
deseado me dejasen tranquilo en mi soledad que siempre es mejor estar solo que con
una compañía como la que tuvo Cristo en el monte del Calvario…
—¡Caramba, cruel con nuestros fieles…!
—Te equivocas, María. Podría demostrarte fácilmente que los crueles son ellos para
con nosotros. La gente que trabaja y sufre vé con malos ojos —lo sé muy bien—
nuestra abierta contribución a la consecución de ciertos inconfesables propósitos, de
nuestros falsos fieles.
—Sabes, amiga, que cuando al populacho cejijunto se le escarrancha una idea encima
de las cejas la cosa no es como para estar muy tranquilo. Y, por desgracia para
nosotros, mucho me equivoco o esa idea que yo tengo se ha clavado ya…
—Eres un pesimista crónico, amigo del Llanto.
—Mejor sería que no fuera así, pero comprobarás con dolor que soy, por el contrario,
un realista y que es la misma evidencia lo que estoy diciendo. Te cuentas muy
segura. Sin embargo quizá no seas de las últimas víctimas. Tus devotos te han proporcionado
un buen número de enemigos invocándote, como protectora de sus más
despreciables propósitos y no me sorprendería nada que parte de su culpas las cobraran
sus enemigos en ti, con la intención de hacerles daño a ellos. He aquí lo que constituye
—a mi parecer— la crueldad de nuestros fieles para con nosotros. ¿Te parece
que soy injusto?
—No te falta razón, pero hay que guardar las apariencias— como aconseja Pedro—
y contemplar a nuestros amigos. ¿Que son por conveniencia? Ya lo sé.
Ohhh… Ohhh… Envuelto en los olores de las dovatas perfumadas llega un gigantesco
de rezos que se repiten. Oigo ese sordo ruido característico de un gentío que
marcha lentamente. Es la Virgen de Las Nieves que la llevan de regreso en su viaje de rogativa por la victoria que su poder divino no logró. ¡Ya me parecía algo raro que
San Pedro hablara por teléfono! (Cuidado, que se le ocurren a uno extravagancias
cuando sueña)
Y mientras la infinita devoción de sus fieles conducen a la “negrita” con todos los
honores y cuidados a su templo, alejándose, yo me quedo pensando: “Más de cuatro
de esos, si supieran que estoy aquí, a dos metros de ellos, ¡con cuanta alegría
dejarían su virgen y sus rezos para venir a atraparme con fines “muy cristianos”!
Y siento…».
Concluye aquí el relato de Floreal Rodríguez Pérez, cuyo original escrito a lápiz
conserva su familia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario