Nos hemos creído que el tiempo da para viajar, celebrar, trabajar, vivirlo todo. Pero, después de un susto, haces repaso y descubres que lo que te hace sonreír, lo que echas en falta, siempre ha estado ahí. Placeres simples, cercanos que, por eso mismo, menospreciamos.
Después de un susto solemos ordenar nuestras prioridades. Aplazas algunos sueños inabordables, rebuscas en el fondo del cajón y encuentras anhelos cotidianos. Alegrías básicas que soñabas antes de que te crecieran las ambiciones.
No es cierto que no tengamos tiempo para charlar con un amigo, pasear o perseguir la belleza en un texto, una canción o una puesta de sol. Ocurre que el tiempo está contado y los prejuicios, la responsabilidad y otros imperativos deciden que lo ocupemos en otros asuntos.
Después de un susto, nos cargamos de buenos propósitos. Promesas de contrición. Y cuando se disipa la angustia vamos recuperando, poco a poco, eso que mal llamamos normalidad. Con la mejoría llega el olvido. Superamos lo ocurrido como un mal sueño y nos reincorporamos al camino, al laberinto, a continuar con lo que estábamos.
Un susto es una suerte si lo tomas como un aviso. De que una vida da para poco. De que nunca es tarde para aprender a gastar el tiempo.
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