lunes, 24 de agosto de 2015

Doramas

Doramas era un hombre nacido del pueblo y, favorecido por el estado de agitación en que se encontraba el país, había sabido trepar con su valor y perseverancia hasta el último escalón de las jerarquías sociales (...). Durante este periodo de agitación continua, y cuando el elemento militar era el único dominante en el país, hizo su aparición Doramas (...). Donde quiera que se oía el rumor de las armas, allí se le veía acudir, lanzándose el primero a la pelea y siendo el último en retirarse… Se preparaba desde muy lejos una tempestad que había de estallar sobre Gran Canaria y arrebatarle para siempre su querida independencia (...). Sucedía Pedro de Vera a Juan Rejón en el mando del ejército castellano (...). Salió una mañana con todo su ejército, y fue a acampar en el valle que se extiende al pie de la montaña de Arucas. Sabíase que cerca de allí moraba el intrépido Doramas, que blandía en el aire su terrible espada de combate, endurecida al fuego, y el cual, al ver invadido su territorio, ciego de coraje y olvidando su acostumbrada prudencia, se avanzó resueltamente por el valle, desafiando con voces descompuestas a sus enemigos (...). Pudo Pedro de Vera dirigir un nuevo ataque sobre el temible caudillo que, solo y aislado, seguía desafiando a los contrarios, separado imprudentemente de los suyos. Al efecto, y en tanto que él le amenazaba de frente con su lanza, el cordobés Diego de Hoces lanzó su caballo por detrás y le hirió a mansalva por la espalda. Doramas se volvió rápidamente y de un revés le quebró la pierna izquierda; pero al hacer este movimiento quedó por un instante indefenso, y aprovechando Vera esta sorpresa, le atravesó el pecho con su lanza, mientras un soldado le hería el brazo con la bala de su arcabuz... El general Vera ordenó que se cortase la cabeza del héroe y, puesta en una pica, regresó al campamento de Las Palmas, seguido de sus tropas victoriosas (...). La cabeza estuvo muchos días expuesta en la plaza del Real y el mutilado cuerpo quedó sepultado en el mismo sitio de su gloriosa muerte, en una fosa sobre la cual, andando el tiempo, se levantó un túmulo de piedras sueltas coronado de una cruz (...). Vencedores y vencidos le llamaron el último de los canarios...

martes, 18 de agosto de 2015

Tibiabin y Tamonante

Una pared de piedra, extendida de mar a mar, dividía la isla de Fuerteventura y separaba sus dos reinos. Guise era monarca de Maxorata; Ayose de Jandía. Sus continuas discordias acabaron cuando el muro fue alzado y el aislamiento hizo posible la tranquilidad y la convivencia sin hostilidades. Tanto Guise como Ayose y sus súbditos profesaban gran estima a Tibiabin la pitonisa. Adivinatoria como Guañameñe, el augur de Tenerife, y como Yoñe, el oráculo del Hierro, sus vaticinios siempre se habían confirmado. Igual estima y respeto sentían por Tamonanate, hija de Tibiabin, sibila como ella y consejera de gran predicamento. La voz de Tamonante era oída en las asambleas de los nobles a quienes exhortaba a cumplir sus juramentos y a mirar por el bienestar de los isleños. Ella cuidaba que las leyes no fuesen meras palabras dictadas en vano. Y Guise y Ayose quisieron conocer el porvenir de sus reinos y los acontecimientos que aguardaba a sus vidas. Se reunieron con Tibiabin y Tamonante, las pitonisas de Fuerteventura: -“¿Qué fin es el que nos espera?” Varios gánigos de leche vertió Tibiabin sobre el efequén invocando las señales del futuro. Tamonante, con el tafiaque de pedernal, sacrificó una pequeña baifa y entregó las vísceras a su madre. La sangre aún tibia y reciente sobre los despojos, en ella leyó Tibiabin: -“Llegarán gentes poderosas por el mar en sus casas blancas. No temáis ni le tratéis con violencia. Antes bien, recibidles con alegría y entregaros a sus designios pues solo beneficios traerán a nuestra tierra.” No agradó a Guise, tampoco a Ayose, lo que Tibiabin acababa de profetizar, mas nada dijeron. Marcharon silenciosos cada uno a sus dominios tras la ringlera de piedras del muro. La arribada de las naves de la expedición de Juan de Bethencourt y Gadifer de la Salle quebró la calma maliciosa de la isla. Los europeos de tardaron en revelar sus propósitos: les guiaba el afán de riqueza, el deseo de hacer esclavos para venderlos. Y tanta era su ambición que entre ellos mismos, gascones y normandos, se producían indisciplinas y desórdenes, desvíos y traiciones. Aprovecharon pues los isleños para sumar victorias en los combates y aniquilaron a los guardianes del castillo de Risco Roque, la fortaleza que habían edificado los invasores. Más Tibiabin y Tamonante auguraron grandes desgracias si no cesaban las hostilidades, si no rendían sus fuerzas y se doblegaban a los extranjeros. Fue mucha la sangre acumulada bajo el vuelo siempre siniestro de los guirres. Guise y Ayose comenzaron a sufrir reveses en la contienda ya que los extranjeros andaban mejor armados. Sin embargo, los dos soberanos de Fuerteventura veían en sus derrotas el castigo por haber desoído las voces proféticas de las pitonisas. Y así, primero el uno, después el otro, ambos en compañía de buen número de adictos, resolvieron entregarse a los invasores. Creyó entonces Tibiabin que se iniciaría una nueva era de fecunda y apacible prosperidad para la isla. Tal vez, como le había oído a ciertos europeos que visitaron Fuerteventura antes de la expedición de Juan de Bethencourt, empezaría el tiempo de paz perpetua y de felicidad que traía consigo el bautismo. Eso pensaba Tibiabin que secretamente guardaba las enseñanzas de aquellos europeos. Eso dijo su hija Tamonante. Y eso repetían ambas a quienes aún se negaban a rendirse. Ya no Guise, sino Luis. Tampoco Ayose, sino Alfonso. Tales fueron los nuevos nombres impuestos al ser bautizados a quienes habían sido los monarcas de Fuerteventura. Y con sus nuevos nombres, ellos que poseyeron toda la islas, recibieron cuatrocientas fanegas de labrentío y frutal, exentas de tributos durante nueve años. También Tibiabin obtuvo merced de tierras de parte de los conquistadores. Poco a poco propagaron los europeos sus modos y sus normas, mientras recorrían la isla proporcionándose orchilla y otros productos de los que se sacaban pingües ganancias. Aprendieron los isleños a confeccionar muchos alimentos, a hablar en otro idioma y creer en otra religión, a cultivar los campos y a construir más amplias y mejores habitaciones. Mas luego que Juan de Bethencourt delegara en su sobrino, el tiránico Maciot, el gobierno de la isla, y cuando fue escasa la orchilla y el sequero agotó las simientes, los europeos trataron con miserable desdén a los isleños muchos de los cuales fueron presos y vendidos. El miedo y las amenazas se establecieron en la isla. Tibiabin y Tamonante, las pitonisas que vaticinaron una nueva época, fecunda y feliz, por amor de los extranjeros, sintieron sobre ellas el peso del odio y el desprecio de sus gentes. Como una maldición secreta pero ineludible. Cruzó el viento por sobre los jables de la isla, persistieron calcosas, aulagas y verodes bajo el cielo parco de lluvias, Maciot de Bethencourt huyó y vino Hernán Peraza a sucederle, y aquella maldición nunca dicha que pesaba sobre Tibiabin y Tamonante hubo de cumplirse. Desembarcaron los piratas en las playas de Fuerteventura y, con asombrosa rapidez, capturaron a algunos pastores y varias mujeres. Tibiabin cayó prisionera. El alisio hinchó las velas del navío cuando, sin que pudieran evitarlos los isleños, se alejó de la playa con rumbo incierto. No soportó Tamonante el verse sola, apartada de su madre. El dolor le fue adentrando hasta doblegarla, hasta confundir sus sentidos y anegar su entendimiento como en una nube de calima. Nadie reparó en ella cuando se detuvo al borde del barranco del Janubio. Ni siquiera supo por que se arrojó al vacío.

Leyenda o Historia de Zebenzui

LEYENDA O HISTORIA DE ZEBENZUÍ
"Tuvo el Gran Tinerfe un hijo bastardo que se llamó Aguahuco; conocido como el Hidalgo Pobre, tuvo que contentarse con un pequeño territorio en el norte de la isla que tomaría el nombre de Punta del Hidalgo. A Aguahuco sucedió su hijo Zebenzuí que pronto se haría famoso por sus rapacerías. Algunos de sus parientes los menceyes admiraban el atrevimiento y el valor con que Zebenzuí cometía los hurtos de ganado; pero los pastores se cansaron de seguir padeciendo tales atropellos y acudieron al tagoror de Bencomo, el mencey de Taoro, implorando su protección. Bencomo se dolió de los excesos de su pariente y resolvió acabar con ellos, mas sin causar deshonra a Zebenzuí.
Un día muy de mañana se allegó Bencomo repentinamente a la cueva de Zebenzuí. La inesperada visita de Bencomo, el gran mencey con título de Quehebi o Alteza, turbó a Zebenzuí, el Hidalgo Pobre. Y aumentó más su sorpresa cuando escuchó las severas reprensiones que le hacía. Habló Zebenzuí: - Me siento tan fuera de mí al ver la honra que me haces entrando en mi humilde morada y al oír tus reconvenciones no sé que quieres que haga. ¿Tendrás a bien, Quehebi, que salga a buscarte algo de comer? -.
Bencomo, sujetándolo por el brazo, le dijo: - Detente Zebenzuí y no pienses darme de comer lo ajeno. Un señor no puede sustentarse de la sangre de sus vasallos a quienes debe mirar siempre con entrañas de padre. Dame gofio y agua y ése será mi alimento - Zebenzuí le presentó el agua y el gofio. Luego que Bencomo lo amasara, empezó a comerlo diciendo: - Primo Zebenzuí, éste es manjar sabroso pues está amasado por manos limpias. Los tiernos cabritillos guisados, pero arrancados injustamente a pastores indefensos, sin hacerte más rico te harán merecedor de toda mi ira -
Las últimas palabras de Bencomo se desvanecieron a la entrada de la cueva cuando ya el mencey de Taoro retornaba a sus dominios. Zebenzuí había quedado atónito. Cuando se recobró quiso seguir a Bencomo para rogarle que le perdonase, mas no pudo alcanzarlo. Llegó a las tierras de Tegueste. Allí le relató al mencey lo que acababa de sucederle, al tiempo que le pedía que mediara ante Bencomo para desenojarle y que saliese fiador ante él de su sincero arrepentimiento. Tegueste no sólo le dio su palabra, sino que nombró a Zebenzuí mayoral de todos sus ganados."

martes, 11 de agosto de 2015

Seis obreros mueren a manos de la guardia civil.

Seis obreros mueren a manos de la guardia civil.





La calle Molino de Viento, en el barrio de Arenales (Las Palmas de Gran Canaria), fue el escenario de un suceso que produjo una gran consternación social el 15 de noviembre de 1911. Se acababan de celebrar las elecciones municipales en medio de una grave crisis económica y en un clima de máxima tensión, acentuado por las reivindicaciones laborales en forma de huelgas y manifestaciones, especialmente en el puerto de la capital grancanaria. Un incidente ocasionado por la rotura intencionada, 48 horas antes, de una urna en un colegio electoral de la citada calle, había motivado la repetición de la votación. Aquel día corrió el falso rumor de la detención y encarcelamiento del líder del Partido Republicano Federal de Las Palmas, José Franchy Roca. El bulo provocó la movilización de alrededor de doscientos obreros desde la zona portuaria hasta el céntrico lugar donde se realizaba la consulta electoral. El temor a un fraude con los sufragios encendió la mecha de los incidentes. Las protestas arreciaron a partir de las cuatro de la tarde con el cierre del colegio. Los insultos y, sobre todo, el lanzamiento de varias piedras a la Guardia Civil, que había desplegado un dispositivo formado por 14 hombres, desencadenó los sucesos que terminarían en tragedia. Una de las piedras llegó a impactar contra una ventana del centro electoral. En ese momento, el teniente Juan Abellá Mastrat dio la orden de abrir fuego contra la masa obrera. Las descargas produjeron escenas de pánico, mientras comenzaba la dispersión atropellada de los manifestantes. Los disparos de los subfusiles acabaron con la vida de seis operarios: Pedro Montenegro González, Cosme Ruiz Hernández, Juan Torres Luzardo, Vicente Hernández Vera, Juan Pérez Cubas y Juan Vargas Morales. Algunos de los fallecidos procedían de Fuerteventura y habían emigrado a Gran Canaria para trabajar en el Puerto de la Luz. Informaciones periodísticas revelaron la existencia de varios heridos, entre ellos, tres guardias civiles. Pedro Socorro, investigador de los hechos y autor del libro “Sucesos históricos de Gran Canaria”, recuerda que el teniente Abellá fue procesado y finalmente absuelto tras ser sometido a un Consejo de Guerra dos años después, lo que originó protestas en la calle. El sepelio de las víctimas movilizó a 10.000 personas, que acompañaron a la comitiva fúnebre desde la Plaza de la Feria hasta el cementerio. Los comercios de la ciudad cerraron en señal de duelo.

Las distintas epidemias en Canarias

Las distintas epidemias en Canarias





A lo largo de la historia, las Islas Canarias han padecido numerosas epidemias que produjeron miles de muertes entre la población. La primera de la que se tiene constancia data de 1582 y causó un millar de fallecimientos en Tenerife por la peste bubónica o de landres. El foco inicial se detectó en Aguere, en unos tapices decorativos que trajo desde Flandes el gobernador de la Isla, Lázaro Moreno, con motivo de la celebración del Corpus. En 1601 se propagó como la pólvora otra epidemia focalizada en dos navíos españoles que recalaron en Garachico (Tenerife) y que terminó por afectar a las islas de Gran Canaria, Fuerteventura y Lanzarote, “causando multitud de muertos”, según documentos de la época. El Beneficiado de Santa Ana, en Garachico, escribió en 1606: “La epidemia que tantas vidas ha costado y que tanta zozobra sembró en Canarias ha finalizado. Es justo que celebremos su desaparición porque en esta Villa y Puerto comenzó hace más de cinco años”. Las autoridades acabarían por dictaminar una ley que obligó a las embarcaciones a permanecer 40 días por fuera de los puertos de atraque para certificar la salud del pasaje. La detección de una pandemia en una isla provocaba la reacción inmediata del resto con el cierre de las comunicaciones marítimas.



Entre 1701 y 1851 las Islas se vieron afectadas por varios episodios de fiebre amarilla, vómito negro, cólera asiático y viruela, que llevaron el pánico a la población por sus mortíferas consecuencias. Los graves daños económicos por culpa de las epidemias, llevó a las autoridades a silenciar o minimizar el impacto de la propagación de las enfermedades para salvar la actividad comercial, que dependía del tráfico de barcos en los puertos. Uno de los brotes más graves de fiebre amarilla se produjo en agosto de 1838 en Las Palmas de Gran Canaria. La llegada del bergantín “Temerario” desde La Habana propagó el mal. Durante la travesía murieron varios tripulantes, entre ellos los marineros canarios que embarcaron en Gran Canaria. Para evitar la alarma social, las autoridades atribuyeron las muertes a meras “indigestiones”. Esta isla sufriría en 1851 el azote del temido cólera morbus, cuyo foco inicial, supuestamente, se originó en la ropa sucia que, procedente de Cuba, se llevó a una lavandería de la ciudad. La prensa de la época recogió la noticia en los siguientes términos: “El 24 de mayo la lavandera María de la Luz Guzmán ha muerto repentinamente en el barrio de San José afectada por una enfermedad desconocida. En días sucesivos se escalonaron muertes aisladas a consecuencia de lo cual se reunieron los facultativos de Las Palmas, que el 5 de junio declararon oficialmente la epidemia de cólera”. En un mes murieron 165 personas.

Los mártires de Tazacorte.

Los mártires de Tazacorte.




La historia de los mártires de Tazacorte se remonta al siglo XVI, aunque todavía hoy sigue estremeciendo a los palmeros. Tuvo como origen el viaje del galeón “Santiago”, que trasladaba a 40 jesuitas desde Portugal -con escala en Funchal (Madeira)- a Santa Cruz de La Palma. El navío estuvo a punto de ser abordado por una flota de cinco barcos piratas cuando navegaba al oeste de la Isla y lo impidió un temporal con fuerte viento del nordeste que obligó a los corsarios a dispersarse y al navío buscar refugio en la costa de Tazacorte. En esta localidad permaneció fondeado cinco días, tiempo en el que el padre Ignacio de Acevedo, al mando de la expedición, ofreció varias misas en las iglesias de San Miguel y Nuestra Señora de Las Angustias. Allí dejaron algunas reliquias que les había entregado el Papa para la evangelización del Brasil, que era el objetivo de los misioneros. Durante su estancia en La Palma fueron acogidos por Melchor Monteverde, amigo de infancia del Padre Acevedo en Oporto. En la madrugada del 15 de julio de 1570, horas después de zarpar de Tazacorte hacia Santa Cruz de La Palma para cargar provisiones antes del largo viaje que les esperaba, el galeón “Santiago” fue sorprendido por los barcos piratas capitaneados por el sanguinario Jacques Sorés, a bordo del navío de guerra “Le Prince”, en la punta de Fuencaliente. El abordaje se produjo sin piedad y los corsarios perpetraron un atroz ataque, asesinando brutalmente a los jesuitas y a la tripulación. Sus cuerpos, en la mayoría de casos degollados, fueron arrojados al mar. Sorés había intentado un primer asalto en Funchal, pero fue repelido por la artillería portuguesa. José Guillermo Rodríguez Escudero, autor de una publicación referida a este suceso, señala que el Papa Benedicto XIV reconoció en 1742 el martirio sufrido por el Padre Acevedo y los jóvenes jesuitas. La beatificación se produjo el 11 de mayo de 1854 por parte del Papa Pío IX. Hasta el siglo XIX se conservó intacto el cáliz que mordió el Padre Acevedo en su última misa, celebrada el día antes de la masacre, lo que se interpretó como una premonición del sufrimiento que les esperaba. La biografía de Santa Teresa de Jesús recoge que, sin conocer el suceso, la religiosa vio a los mártires ese día “entrar en el cielo vestidos de estrella y con palmas victoriosas”. Los Llanos de Aridane cuenta desde 1975 con una parroquia llamada “Los Santos Mártires”. En la Punta de Malpique, a 17 metros de profundidad y en un lugar muy próximo a donde se produjo el ataque, el Cabildo Insular colocó en noviembre de 2000 cuarenta cruces de piedra para honrar la memoria de los mártires de Tazacorte.