domingo, 16 de marzo de 2014

La baja del secreto.


Ya sabes que salgo siempre triunfante en mis empeños —dijo Hernán Peraza á su confidente, con hoscos modales y actitud resuelta. Luego poniéndose en pié, añadió: «Nada tengo que ver con que Iballa sea una sacerdotisa ó mariguada, como dicen los isleños, ni con el viejo Hupalupu y sus relaciones divinas. Esa mujer será mía por que así lo deseo, y tú atente a lo que te dejo ordenado, si no quieres incurrir en mi enojo».

Estas fueron las últimas palabras de una extensa plática que con su escudero favorito tuvo Her­nán Peraza. Era éste un hombre dominado de pasiones violentas y desprovisto de sentido moral. Su madre Doña Inés le había dejado la isla de la Gomera, y considerándola como bienes propios, de los que se puede disponer libremente, agobiaba á los pobres isleños con pesadas contribuciones é insoportables alcabalas, sin prestar atención á sus súplicas y ruegos. Cada día iban en aumento sus liviandades; no respetaba las costumbres primitivas de los isleños, ni sus creencias religiosas, ni á sus mujeres.

La mayor parte del tiempo lo pasaba fuera del precioso valle de San Sebastián, donde tenía su castillo, en busca de aventuras amorosas que satisficiera su desenfrenada sensualidad, sin oposición de su mujer Doña Beatriz de Bobadilla, gallarda y hermosísima señora con quien le habían unido en la Corte de las Españas, cuando los Reyes Católicos le llamaron para responder de los cargos que se le hicieron por el asesinato del caudillo Juan Rejón.

Doña Beatriz había sido una de las damas de honor de la Reina Doña Isabel, y se distinguía tanto por la gentileza de su persona, cuanto por la tenacidad de su carácter enérgico y varonil. Las gentes de la Corte dieron en traerla en lenguas, á causa de las distinciones que le prodigaba el Rey Don Fernando, y como los celos, que nunca se dejan esperar en pechos femeniles, comenzaran á hacer su oficio en el corazón de Doña Isabel, ésta decidió separar á su esposo de los hechizos de Doña Beatriz, casándola con el Señor de la Gomera y Conde Hernán Peraza.

La dama de Doña Isabel, que contra los deseos de su corazón, había aceptado aquel enlace, vivía en San Sebastián entregada á los recuerdos de su existencia palaciega y sin preocuparse mucho de la conducta de su esposo, que cada día le era más indiferente.

Del Conde Hernán Peraza puede decirse, con el poeta, que había caído
«En abyección tan profunda,
que historia no hay ni leyenda
que le abone, ni le encumbra.»

Sin los consejos que da la inteligencia, ni el freno que pone la voluntad, las pasiones de Peraza se habían desbordado completamente. Para él no había consideraciones al honor, ni á la virtud, ni á la inocencia. ¡Era la, suya una tiranía impúdica y salvaje!


El valle de Gran Rey es un prodigio de la naturaleza. Arranca desde lo alto de la serranía cubierta de espesativa vegetación, y va ensanchándose, abriendo sus colosales brazos, hasta terminar en las ingentes moles basálticas de Mérica y Tergegenche, que defienden los dos costados de una playa de arena rojiza, apelmazada, donde las olas van á morir en forma de láminas delgadas y trasparentes. A corta distancia de tierra, entre una aureola de espuma, se ve una baja que rompe el líquido cristal asomando su negra caballera.

En ese valle había pasado el Conde Hernán Peraza todo el día cazando ciervos—pues es de notar que en los montes de la Gomera los hubo en gran abundancia,—y á la caída de la tarde se retiraba para su palacio de la Seda, acompañado de algunos servidores y vasallos. Entonces fue cuando vio á Iballa, que iba con su padre el viejo Hupalupu en dirección á los lugares de Aguahedún.

El Conde quedó sorprendido por la belleza de aquella mujer á la cual no conocía, aunque de ella mucho había oído hablar en diversas ocasiones. En realidad la cosa estaba justificada, pues Iballa, al decir de la tradición, era encantadora. Su cuerpo gallardo  tenía un modelado turgente, de curvas espléndidas que fascinaban los sentidos, y su cara, fresca como una mañana de primavera, era digna de la eternidad de los mármoles de la estatuaria griega.

Conocidos los instintos del Conde, ya puede imaginarse cuales serían sus pensamientos. Desde aquel día no vivió más que para la idea de hacer suya a Iballa.

En difícil y arriesgada aventura se metía el depravado prócer. El viejo Hupalupu era un sacerdote del pueblo ghomara, muy respetado é influyente, y su hija una mariguada, ó lo que es lo mismo, una de las sacerdotisas que hasta cierta edad, en que podían casarse, se consagraban por entero al culto de Alcarac, su Dios, asistiendo en épocas fijas á la meseta sagrada —que está cerca de Chipude— para sacrificar tiernos corderillos, en holocausto de sus divinidades y libar leche recién ordeñada, en compañía de su prometido.

El de Iballa era un moretón ágil y valeroso que se llamaba Ajeche y pertenecía á una de las más principales familias.

No quiso el Conde escuchar las prudentes observaciones de su fiel escudero, y como al prin­cipio queda dicho, le ordenó con hoscos modales y actitud resuelta, que se atuviese á sus severas disposiciones.



A distintos procedimientos apeló Hernán Peraza para conseguir sus impúdicos anhelos. To­dos habían sido inútiles, pues ni siquiera había logrado volver á contemplar la cara de la hermosa Iballa.

Enterado de que el viejo Hupalupu, era dueño de un famosísimo caballo que tenía la costumbre de relinchar alegremente cada vez que de regreso á Aguahedún divisaba sus cuadras, imaginó apoderarse del animal para, secuestrando á Hapalupu, sorprender á la virtuosa mariguada.

Al efecto invitó al viejo Hupalupu á un ban­quete en su palacio de la Seda, y en uno de los postres hizo poner un poderoso narcótico, de los que tanto se abusaba en la época, para conseguir verse libre de su huésped durante algunas horas y realizar sus malvados planes.

Tan pronto quedó dormido Hupalupu, salió el Conde á toda carrera en dirección á Aguahedún. El caballo relinchó como siempre al llegar al punto de costumbre, é Iballa salió de su vivienda para recibir cariñosa mente á su adorado padre; pero al darse cuenta del engaño, al reconocer al Conde, huyó precipitadamente, volviéndose á encerrar.

No le quedó á Peraza otro remedio que regre­sar á su palacio conteniendo la ira y refrenando sus ahincos.

Hupalupu, que, como buen isleño, estaba dotado de una clarísima perspicacia, entró en sospechas así que recobró la conciencia, perdida momentáneamente por aquel narcótico, y viendo á su caballo sudoroso como si hubiera hecho una larga y violenta jornada, se despidió del Conde y regreso á sus lugares de Aguahedún. Cuando supo allí todo lo ocurrido, exclamó:

—«¡Hija, esto es ya insoportable! No hablo como padre herido en sus afectos más tiernos, sino como Sacerdote indignado ante el sacrilegio de un atentado contra la virtud de una mariguada. Nuestro pueblo no puede continuar sufriendo tanta ignominia; tú misma, querida Iballa, nos darás el medio de eficacia para llegar al castigo. ¡Tú serás la que nos pongas en el camino de las reivindicaciones!»



Era de noche. El cielo estaba cubierto de nubes amenazadoras y la tierra sumida en una oscuridad medrosa. El mar, azotado por el impetuoso viento del Sur, bramaba enfurecido precipitándose sobre las playas y las rocas... ¡Imponente espectáculo!... Algunas veces breve resplandor, una claridad espectral lo inundaba todo de una manera siniestra.

Entonces se veían las enormes moles basálti­cas que defienden los costados de la playa del Valle de Gran Rey; el bosque de las cumbres que ofrecía la perspectiva de una vegetación fantástica, y las turbulentas aguas del Océano...

De pronto, en medio de las tinieblas, se dibujó borrosa mente la silueta de un hombre que con paso firme avanzaba en dirección al mar. Apenas hubo llegado á la amplia línea de espuma que forman las olas en la arena, se arrojó resueltamente á las aguas como si aquello fuera cosa vulgar y de poca trascendencia! ¡Animo esforzado y decidido propósito debía tener quien de tal suerte procedía! El aparecido luchó con las olas hasta verse en la baja, hoy llamada del Secreto, que en tales instantes parecía un enorme cetáceo adormitado á flor de agua... Sucesivamente llegaron después otros dos hombres y repitieron idéntica operación.

La luna, asomándose entre dos nubarrones, iluminó el rostro de aquellos tres fantasmas.

Eran el viejo Hupalupu, Ajeche y un joven de regular estatura. Después de saludarse, Hupalupu hablo así:

—«Os he citado en este lugar porque la tierra es hembra y puede parir. El secreto que voy á confiaros es de aquellos para los que es poco todo encarecimiento. Jurad, por nuestro Dios, que daréis la vida antes que delatarme.»

Ajeche y, su compañero hincaron las rodillas, y dijeron á un tiempo:

— «¡Juramos por Alcarac!»

Hupalupu continuó entonces de esta manera:

—«Del mar nada hay que temer porque sabe guardar en su seno los secretos que se le confían. Acercaos»    

Hubo una ligera pausa y el espacio se iluminó súbitamente por la luz cárdena de un relámpago lejano.

—«Nuestro pueblo—volvió á decir Hupalupu— está sufriendo inicuas vejaciones. De una manera cruel se nos va arrancando todo lo que era espíritu de nuestra raza, con el propósito de extinguiros... Se toman á burla nuestras divinidades, se menosprecian nuestras costumbres, se nos exigen imposibles tributos y se nos roba el honor de nuestras mujeres»...

Hupalupu volvió á callar un instante. Luego añadió:

—«Sí; sabed-lo compañeros. Ayer mismo el Conde, valiéndose de armas de villano y de pro­cedimientos indignos, trató de atentar contra el honor de mi hija Iballa... La poderosa influencia de nuestro Dios, y el heroísmo que presta la virtud, la salvaron milagrosamente.»

Ajeche lanzó un rugido amenazador, y dijo:

— «¡Malvado! ¡Cien veces maldito!

Hupalupu continuó:

—«Somos indignos vástagos de un pueblo noble si seguimos sufriendo como siervos. He tenido una revelación divina, y es necesario matar al Conde y recuperar nuestra libertad... Os he entregado mi secreto... Espero ahora oír vuestras palabras»...

Ajeche prestó su asentimiento en forma breve y decidida; pero el más joven de aquellos tres hombres dijo en tono vacilante:

—¿Y si se sabe?»

—«¡Si se sabe es por tí, cobarde!»—replicó Hupalupu—hundiéndole un puñal en el pecho. El golpe fue mortal, y poco después el cadáver de un hombre flotaba sobre los oscuros Lomos de las olas...

Hupalupu volvió á hablar:

—«Este cobarde nos hubiera perdido... Regresemos a tierra... ¡Mañana mismo será!... ¡Libertemos a nuestro pueblo!...



En compañía de una vieja servidora y de un blanco corderillo de graciosos y rizados vellones, salió cierta tarde de su vivienda la hermosa Iballa, andando muy quedo, como quien se echa al campo sin otro propósito que recrearse en la contemplación de la naturaleza. La gallarda moza tenía prendidos sus rubios cabellos, según costumbre entre las mariguadas, con una guirnalda de blanquísima flores y ostentaba sobre su ondulante pecho un ramo de margaritas silvestres... ¡Tentadora y gentil doncella con tan sencillo y agradable tocado!

El bosque estaba sumido en esa calma triste de la caída de la tarde, en esa calma del crepúsculo en que la naturaleza parece recogerse en silenciosa meditación antes de que la cubra el sudario de la noche. Reinaba profunda tranquilidad, y sólo se oían los prolongados silbidos de los pastores que de otero á otero y de bosque á bosque se comunicaban las situaciones de sus hatos y rebaños con igual facilidad que si hicieran uso de su idioma nativo, raro don únicamente á los gomeros otorgado.

Iballa, después de un largo rodeo, penetró en la cueva llamada de Aguahedún, tapizada de caprichosos helechos, dorados musgos y lozanos claustrillos. La boca de la gruta se abre en un paraje escabroso donde la vegetación es frondo­sa, y solo existe un estrecho sendero formado entre zarzas, retamas amarillas y rosales silvestres... La vieja servidora dejó la compañía de su dueña y se ocultó sigilosamente...

Pocos instantes habían transcurrido, cuando apareció monte abajo y en dirección á la cueva el Conde Hernán Peraza, seguido de dos escuderos . El Conde estaba vestido á la traza y modo de los grandes señores de aquella época y ceñía un largo acero toledano. A corta distancia de Agua­hedún, ordenó á sus acompañantes que le dejasen solo, y, avivando el paso, se perdió entre los follajes que ocultan la vereda, momentos antes recorrida por Iballa y la vieja servidora.

Sorprendidos debieron quedarse los escuderos del Conde si barruntaron que Iballa estaba por aquellos pintorescos y solitarios lugares. A fe que el caso no era para menos, pues la bella indígena, sobre ser una mariguada, andaba siempre, como diría un escritor de la época, sobre los estribos de su honestidad y recato; por lo cual tenía legítima fama de ser mujer que no se daba ni se tomaba á hurto. Mas si sorpresa les causó cuanto dejo refe­rido, estupefactos debieron quedarse al oir de pronto, reproducidos por los ecos del valle, fero­ces gritos y agudos silbidos, al mismo tiempo que eran cercados por gran número de isleños.

No bien se hubo el Conde dado cuenta del peligro a que sus desenfrenos le habían traído, cuando, queriendo ponerse á buen recaudo, llegó hasta la puerta de la cueva. ¡Inútil empeño! Allí le esperaba Ajeche, el rendido adorador de Iballa, que armado de un venablo, y, con ademán sereno y noble continente, le retaba cuerpo á cuerpo. Vaciló un momento el Conde, pero viendo lo inminente del peligro, desenvainó el acero, diciendo:

—«¡Villano, respeta á tu señor!»

Ajeche, sin pronunciar palabra, cayó con extraordinaria agilidad sobre el Conde. Éste que era hábil lidiador, pudo evitar el primer golpe, pero al segundo quedó en tierra con el pecho atravesado.

Buen número de isleños salió entonces de los matorrales fronterizos, dando ensordecedores "agigides" y diciendo:

—«¡Ya se quebró el gánigo! ¡Ya se quebró el gánigo de Aguahedún! Frases que empleaban siempre cuando al concluir sus festejos populares, rompían las ollas ó gánigos y los dejaban despreciados como objetos viles que no debían usarse jamás.

Abrió se paso entre el humano cerco el viejo Hupalupu y habló de esta guisa:

—«¡Ha muerto el tirano, pero no la tiranía! ¡Nuestra sangre es necesaria para recuperar la libertad! ¡Peleemos, que nuestro Dios nos prestará su auxilio!»

El sol se había ocultado; los perros ladraban atemorizados,  y los silbos seguían repitiéndose de cumbre en cumbre y de poblado en poblado... Aquella noche misma se supo en toda la Gomera, portal extraño sistema, la muerte de Hernán Peraza, y quedó acordado el general levantamiento contra las tropas de Doña Bea­triz de Bobadilla.



Honda emoción sintió Doña Beatriz cuando supo la trágica muerte de su esposo; más no fue tanta que nublase su despejado entendimiento y no la dejara ver los graves peligros de que estaba amenazada. Conocía á los isleños lo bastante para calcular cual era el propósito que podían tener. Así es que, sin pérdida de momento, dispuso que saliera para Canaria una fusta en demanda de protección. ¡Amargos días aquellos para la viuda de Hernán Peraza!

Rodeada de sus más fieles servidores, se encerró en la torre de San Sebastián dispuesta á resistir los ataques de los isleños. Su vida dependía de que llegaran pronto los auxilios de Canaria. Por eso, al decir de la tradición, la ilustre dama pasaba los días y las noches escudriñando el horizonte, con mirada ansiosa y actitud desesperada. ¡Cuántas veces el penacho de una ola se le antojó velamen de amiga carabela! ¡Y que de ocasiones la exaltada imaginación, le hizo ver en la lobreguez de la noche una luce-silla oscilando en la sinuosa línea de las aguas!... ¡Vanas ficciones de un espíritu horrorizado por los fantasmas del peligro!... Febril, con los cabellos flotantes sobre las espaldas, corría del amplio ventanal al lecho de sus pequeños hijos y de éste á la capilla donde oraban sus servidoras y el viejo capellán entonaba salmos dolientes!

¡Cómo recordaría Doña Beatriz de Bobadilla en tales momentos, su existencia en el palacio real! ¡Qué de paralelos no formaría entre las angustias de aquellos días y los placeres de aquéllos otros en que el Rey de España, el Católico Monarca, la rodeaba de cuidados exquisitos y tiernas solicitudes!

Entre tanto los isleños, bajo la dirección de Ajeche y Háutacuperche, luchaban como héroes por concluir con la tiranía. Tres asaltos sucesivos tenían ya dados á la torre de San Sebastián, que no se había rendido gracias á que el ánimo de Doña Beatriz, aunque perturbado por la inminencia del peligro, supo imponer se con resoluciones desesperadas.

Por último llegó Pedro de Vera con los anhelados auxilios.

Este General, que era hombre de grandes dotes militares, creyó que sus soldados caerían sobre los isleños como halcones sobre grullas. ¡Torpe ilusión! Muchas semanas estuvo sin adelantar un solo paso. Los guanches, alentados por la justicia de su causa, peleaban sin cesar con un valor extraordinario. Ni de una sola de las posiciones que ocupaban antes de venir Pedro de Vera habían sido lanzados, y las tropas españolas perdían la esperanza de concluir con aquel heroico alzamiento.

Muy contrariado estaba con esto Pedro de Vera que veía marchitar sus laureles, cuando más frescos los necesitaba para acallar los odios de sus muchos rivales y enemigos. Aquel General, de infausta memoria en los anales de la historia canaria, apeló entonces á procedimientos dignos de un criminal sin nociones de la hidalguía que jamás debe extinguirse en el corazón de todo buen guerrero... ¡La historia le condena y la tradición le maldice!...

Contando con la nobleza de los isleños, preparó un ardid. Consistía éste en enviar emisarios á los principales caudillos de la insurrección, diciéndoles que deseaba ajustar la paz de una manera honrosa, pero que para ello era necesario que bajasen desarmados al valle, donde él los esperaba en iguales condiciones, y en anunciar á tambor batiente que en la iglesia de San Sebastián se celebrarían exequias por el alma de Peraza, y que los que no asistieran á ellas serían considerados cómplices en el crimen de Aguahedún.

¡Desventurados isleños, su honradez les perdió!

¡Aquello fue una carnicería espantosa que aún hoy produce estremecimientos de ira y arranca palabras de dolor!

Sobre los que bajaron, al valle cayó gran número de tropas que estaban ocultas, y los asesinaron cobarde mente con saña indescriptible y ferocidad inaudita. ¡Borrón indigno de la hidalguía castellana!... En la iglesia fue aun peor; ¡sí, aun peor, porque allí, ante las sagradas imágenes, corría la sangre de los niños, de las mujeres y de los ancianos... ¡Peor, porque Pedro de Vera en persona, todo un General, husmeando sangre, sacrificaba seres inocentes é indefensos!...

¡Peor, porque la señora de Bobadilla, la antigua dama de Doña Isabel la Católica, se recreaba en aquel espectáculo indigno y miserable!

Pocos guerreros isleños escaparon de la horrible matanza. Ajeche y otros cuantos, acompañados de sus familias, seguían resistiendo en los risco de Chigaday. Pedro de Vera mandó contra ellos algunos centenares de soldados para qne los exterminasen sin compasión. La lucha había comenzado en la mañana de un domingo de Enero de 1488, y tardaron los españoles todo aquel día en estrecharlos en cierta playa que da frente por frente á las costas de Tenerife.

A la caída de la tarde los últimos defensores de la libertad de la Gomera estaban reducidos á un exiguo número, y decidieron darse muerte antes que entregarse á la soldadesca enemiga.

Hupalupu llamó entonces á Iballa y á Ajeche y les habló en esta forma:

—  «Hijos míos, vosotros no debéis morir; en esas tierras de enfrente viven seres de nuestra raza, gentes nobles que os acogerán con amor, si por suerte, auxiliados del poder divino, llegáis á rebasar las aguas que nos separan. Sois jóvenes y vigorosos; ios vientos soplan favorablemente; arrojaos sobre esos foles: yo os bendeciré antes de morir».

— «¡Imposible, moriremos contigo!—dijeron Iballa y Ajeche; pero Hupalupu con ademán im­perativo replicó:

—«Yo lo mando. Yo lo mando como padre y Sacerdote. Los viejos no servimos para nada; vosotros os salvaréis: confío en el poder divino.»

Ante esta actitud enérgica del viejo Hupalupu, Iballa y Ajeche, después de besarle llorando, transidos de dolor, se dieron á las aguas sobre dos grandes y abultados foles.

Hupalupu se arrodilló y les bendijo según las fórmulas de sus prácticas sagradas. Después lan­zó la postrer mirada de angustiosa despedida á los enamorados, y se dio muerte con su puñal.

Así terminó aquel desventurado alzamiento contra la tiranía desatentada é impúdica del im­púdico y desatentado Hernán Peraza.


No dice la tradición cómo pasaron Iballa y Ajeche el gran brazo de mar que separa á la Gomera de Tenerife, ni cuales fueran sus angustias, horrores y sobresaltos; sólo se sabe que la noche era espléndida, el mar estaba apacible y la luna brillaba como un sol. Pero estéril y menguada fantasía ha de tener quien no vea á la enamorada pareja cruzar las aguas llenas de matices pálidos, de un gris argentino, impulsadas suavemente por la brisa que suena como un aleteo incesante y hace estremecer esa bruma vaga, indecisa, que ocupa el espacio cuando la naturaleza duerme y la luna corre como una loca a través de la bóveda azul... ¿Quién no imagina los tormentos de la infeliz pareja al verse en medio del Atlántico contemplando á un lado á Tenerife y al otro á la Gomera, que apenas lucen en el horizonte como dos trazos de carbón ligeramente esfumados?..
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Lo cierto es—y á la tradición me vuelvo—que Iballa y Ajeche llegaron al alborear el día á una de las playas de la región de Izora, situada en la costa Sur de Tenerife, donde existe una cueva, que, por haberles servido de habitación, lleva aún el nombre de «Cueva de los alzados»... Si es gran alivio en las desgracias hallar quien se duela de ellas, no pudieron quejarse Iballa y Ajeche, pues­to que los tinerfeños, llevados de su noble y caritativo corazón, los agasajaron ofreciéndoles no sólo frutos de sus árboles, leche de sus ganados y trigo de sus campos, si no también dulces y cariñosos consuelos.

A medida que por tierra de Nivaria iba divulgándose la terrible tragedia, las gentes acudían con abundantes presentes, ansiosas de escuchar de labios de los «alzados» las espeluznantes narraciones de la muerte del Conde, de las ferocidades de Pedro de Vera, del fin del viejo Hupalupu y de cuanto queda referido.

Largos años vivieron los enamorados esposos,y es fama que todas las tardes, cuando el sol en su agonía de fuego comunica á las cumbres el aspecto de un incendio monstruoso, de uno de esos grandes cataclismos de las edades geológicas, caían de rodillas con los ojos clavados en la Patria para siempre perdida... en la pobre Patria dominada por el despotismo; y así permanecían orando fervorosamente hasta que las tintas cárdenas iban palideciendo, tomando ya reflejos rubios de bron­ce florentino, ya matices de anaranjado oscuro, para concluir poco á poco en el augusto misterio de las sombras.

Cuatro siglos han transcurrido y aún no se ha olvidado la memoria de Iballa y Ajeche, ni se ha extinguido su descendencias pues en Guía de Te­nerife existe una familia que lleva el apellido Al­varez y procede de la enamorada pareja que apareció al alborear de cierto día, en una de las playas de la región de Izora, flotando sobre dos grandes y abultados foles...

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