Ruiz de Padrón nació en la pequeña villa de San Sebastián, en la isla de La Gomera. Era esta una pequeña población en la que abundaban los pescadores, y gracias a la caridad del cura párroco pudo aprender gramática, aritmética, historia y algunos rudimentos de latín. Con solo diez años se trasladó a vivir a La Laguna, en la vecina isla de Tenerife. Allí ingresó en el convento franciscano de San Miguel de las Victorias. Sobre esto último, él mismo afirmó que ingresó muy niño y contra el dictamen de su padre. Cuando acabó su preparación, fue ordenado sacerdote en 1781 y comenzó a participar en las Tertulias de Nava organizadas por Alonso de Nava-Grimón y Benítez de Lugo [1757-1832], sexto marqués de Villanueva del Prado. Gracias a su inteligencia y al apoyo de este prócer, pudo acceder a ese grupo privilegiado de grandes hombres que se congregaban en las famosas tertulias. Su carácter franco y su rebeldía, unida a su simpática llaneza, le granjearon muchas amistades. Ese mismo año fue admitido como miembro de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, demostrando así que no solo le interesaba el mundo religioso sino también la ilustración y la formación del pueblo, asuntos que le preocuparían el resto de su vida.
En 1785 Ruiz de Padrón partió, repentinamente, en un barco desde Tenerife rumbo a La Habana. El motivo de su salida no está muy claro, pero eran años de fuerte emigración hacia América y en Cuba, Ruiz de Padrón tenía, al parecer, un tío fraile franciscano que lo reclamaba. Pero el destino le hizo un quiebro y, debido a una fuerte tempestad, su barco fue desviado al norte de los Estados Unidos, naufragando en algún punto de la costa de Pensilvania. Ayudados por los pobladores de la costa, varios de los supervivientes encontraron refugio y recuperaron la salud. Después de unos días de reposo se dirigió hacia Filadelfia, que por aquel entonces era una ciudad bulliciosa y con una notable actividad cultural. Sin más equipaje que una bolsa de viaje y completamente desorientado, se estableció en aquella urbe desconocida en la que se hablaba un idioma que no conocía. ¿O tal vez sí? Al tiempo que Ruiz de Padrón llegaba a tierras norteamericanas, Diego María de Gardoqui era nombrado primer embajador de España ante los Estados Unidos de América, cargo que ocuparía hasta 1789.
Rápidamente se relacionó con la numerosa colonia de católicos a quienes se acercó por su obvia afinidad, pero pronto le cautivaron las nuevas corrientes liberales que hablaban de libertad, igualdad y justicia social. Esos novedosos conceptos le atrajeron fuertemente y, de forma anónima, terminó participando en numerosas tertulias que debatían estas nuevas ideas. Su mente evocaría aquellas otras a las que había asistido en Tenerife y le llamaría la atención el paralelismo entre ambas. ¡Que fantástico ver como a ambos lados del Atlántico emergían corrientes de pensamiento similares! Pero con una diferencia, el caldo de cultivo americano era aún más sustancioso y quienes las propiciaban acabarían siendo los fundadores y primeros dirigentes de una nación del tamaño de Europa. En aquellas tertulias discutió de forma acalorada y reiteradamente le reprocharon la existencia de la Inquisición española.
Sin embargo, se prestó al debate, y su apertura de mente le permitió asimilar las nuevas ideas y modificar sus arraigadas creencias. Era 1790, el aún muy joven clérigo español fue invitado a participar en otros debates junto a diversos seglares protestantes en la casa del general George Washington. En esas jornadas se le preguntaba con frecuencia por qué defendía a una iglesia que había inventado algo tan horrendo como la Inquisición. Él contestaba que no trabajaba para la iglesia sino para el poder divino, y que esa institución era contraria al evangelio, lo que constituía todo un alarde de diplomacia.
Un artículo sin demasiado fundamente histórico mencionaba:
Recogido el monje náufrago en la playa por unos marineros, dos hombres ilustres que llenan las décadas de la historia de su país le ampararon y protegieron sin preguntarle su nombre ni procedencia. Uno se llamó Benjamin Franklin; el otro Jorge Washington.
Ambos le proveyeron espléndidamente de ropas, dinero, comida y habitación, tocados de cristiana caridad, sin conocerle ni haberle visto en su vida. Cuando el franciscano pudo hablar para darles las gracias, como trasladaba cultura por todos sus poros hicieron más: le admitieron en su intimidad y se declararon sus amigos y admiradores.
Primero le vistieron de seglar, después le adornaron el cuerpo con una levitilla anglicana y un babero de lienzo purísimo lleno de tracerías y bordados; por último le facilitaron lugares y templos a propósito para deslumbrar a los oyentes con su inimitable elocuencia, porque el fraile náufrago se reveló orador desde el primer momento.
Los dos grandes hombres norteamericanos elevaban sus preces al Todopoderoso por haberles enviado milagrosamente aquel portento de sabiduría religiosa, para el cual todo el oro de Pensilvania resultaba escasa merced, ya que el franciscano tenía hecho voto de pobreza. Además, un español que censuraba al Tribunal de la Fe era una golosina para los protestantes. Los de Pensilvania reventaban al tener en su seno, agradecido, contento y feliz, a un fraile español que censuraba francamente al tribunal de la fe. Tan extraña, genial figura, arrojada por el mar un día de tormenta, asombró en Filadelfia, y el monje fue por esto mismo declarado fenómeno extraño, rara vis, guía del progreso, hombre del día. Se le invitó a que en público manifestase tan extraordinarias opiniones como le oían a diario en su conversación, y, al ver a un público ante si, Ruiz de Padrón, nervioso y febril, amplió las tesis de sus prédicas con nuevos, brillantes argumentos, que todos oyeron con emoción.
Este primer discurso, lleno de citas sacadas de la Santa Escritura, se tradujo al inglés, y en esta lengua latina teutona, agria aunque flexible, recorrió los Estados de Norteamérica, vulgarizado por los metodistas y demás sacerdotes de las diversas sectas anglicanas y protestantes, que lo comentaron y difundieron con verdadera furia de sectarios.
Franklin decía: La palabra de Pablo el Apóstol mana por la boca de este franciscano que nos regaló el mar.Washington, más político y menos romántico añadía: El amparo de este náufrago no acarreará el cariño y la estimación de España. He ahí una limosna que nos valdrá la alianza del pueblo descubridor de América contra nuestros opresores.
No hay constancia de que en esas tertulias participara ningún otro español, pero en alguna de ellas Franklin le escuchó y quedó cautivado por su erudición. Como fruto de ese encuentro, Franklin le invitó a dar sermones públicamente, lo que hizo días después en laRoman Catholic Chuch de Filadelfia. Uno de ellos, debió de ser de lo más elocuente, pues inmediatamente fue traducido al inglés, repartido por numerosas iglesias y leído en las funciones dominicales granjeándole numerosas simpatías. En el sermón incorporaba los nuevos conceptos y su visión sobre la retrógrada herramienta que la Iglesia Católica en España tenía paraconvencer a los descarriados. El éxito del escrito colaboró a cambiar la perspectiva que en el mundo anglosajón se tenía de los católicos, pero también contribuyó a que la imagen de España se devaluara ante los protestantes americanos. Consecuencia de esas opiniones tan avezadas le ocasionaron que en España muchos le criticasen por enjuiciar tan ligeramente la historia y la religión de su patria.
Estas vivencias, que no dejan de ser más que una curiosidad biográfica, finalmente trascendieron en una aportación suya de más calado. Cuatro años más tarde, en 1789, regresó a España y abandonó los hábitos franciscanos. Tras una estancia en una parroquia de Quintanilla de Somoza, León, participó en la organización de la resistencia contra la invasión francesa. En 1811 fue nombrado diputado a las cortes generales por Canarias y, un año más tarde, en 1812, hizo su mejor aportación colaborando en las cortes de Cádiz en la redacción de la Constitución española. Entre las ponencias fue famosa su alocución para abolir la Inquisición del territorio nacional, la creación de una universidad en Canarias y la eliminación de ciertos tributos abusivos aplicados a los ciudadanos de Galicia.
Si bien la incursión en la vida de este canario puede resultar anecdótica, por su cercanía al relato y a la figura de Franklin la he traído a colación. Pero lo que es evidente es que la influencia de Franklin en las gentes de su tiempo fue definitiva y, el caso de Ruiz de Padrón es uno de ellos. Por medio de las tertulias de Filadelfia, el clérigo se imbuyó de las nuevas ideas y las volcó como vemos en la primera Constitución de España, de 1812. De hecho, el sermón contra el Santo Oficio terminó incluyéndose como un anexo de la misma.
El 5 de enero de 1813 se inició el debate que versaba sobre el tribunal de la Inquisición y su incompatibilidad con la Constitución. El día 18 le tocó el turno a Ruiz de Padrón. Su discurso fue tan demoledor como convincente, de tal modo que en la votación realizada el día 23 dio como resultado noventa votos a favor de la supresión del Santo Oficio contra sesenta. Estas fueron las últimas palabras del diputado canario:
Señor, nada he pronunciado delante del Congreso que no sea público, no solo a la Nación, sino a toda Europa. Debo repetir que he sido muy contenido y moderado en la pintura que hice de este odioso y horrible tribunal, que desde el establecimiento en Castilla comenzó a desenfrenarse y excederse en golpes de arbitrariedad, crueldad y despotismo.
El sacerdote fue, por tanto, uno de los pocos españoles de quienes se ha podido documentar una relación personal con Benjamin Franklin, y solo eso justifica un recuerdo a su persona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario