La colonización de las islas Canarias se inició a principios del siglo XV y
finalizó en el primer cuarto del siglo XVI. Habían transcurrido más dos siglos desde su
re descubrimiento (¿1312?), es decir, el tiempo que precisó la Europa del primer
Renacimiento para otorgarle al Archipiélago una función propia en el escenario
económico creado por la expansión atlántica. Esta función fue, en síntesis, de naturaleza
doble e inter dependiente: una economía de servicios ligada al tráfico internacional y una
economía de producción agro exportadora cuya principal oferta serían los azúcares. El
cañaveral, procedente de la vecina isla de Madeira, donde había arribado hacia la
década de 14502, se aclimató en el suelo canario treinta años más tarde. El cultivo
requería disponer de un recurso hídrico abundante, cuya fuerza era necesaria, además,
para mover los ingenios azucareros. El desarrollo de los cañaverales y de su industria
creció a un ritmo acelerado durante el período 1480-15254, y este crecimiento determinó que la presión social por la posesión del agua acabara por dominar todo el proceso
colonizador.
El presente trabajo estudia la cultura económica y jurídica que reguló los
derechos de propiedad sobre las aguas. La conquista del territorio isleño bajo la
soberanía de Castilla tuvo una fase señorial, ocurrida durante la primera mitad del siglo
XV, y otra realenga, en el último cuarto de esta centuria. La conquista se produjo
entonces durante la etapa de formación y consolidación del ius regale, de modo que el
primer apartado de este texto examina el proceso de patrimonialización de las aguas en
los inicios de la expansión ultramarina de la Corona de Castilla.
El segundo apartado analiza los repartimientos de tierras y aguas entre los
conquistadores y los colonos. Este grupo repoblador procedía del solar castellano y
portugués, y su cultura jurídica en materia de aguas tenía entonces un triple origen
(romano, germánico y andalusí). Las leyes sobre las aguas contenidas en las Partidas
pueden considerarse como la síntesis del legado romano y germánico, completándose el
ordenamiento hidráulico de Castilla y del Portugal bajo medieval con las ordenanzas
municipales que regulaban las aguas de riego, especialmente en los regadíos andaluces
y del sudeste peninsular, y aquí la herencia andalusí parece indudable. Pues bien,
nuestro análisis del repartimiento de las tierras y las aguas en los inicios de la
colonización insular se preocupa por concretar el grado de aplicación de esta cultura
jurídica hidráulica en los primeros regadíos canarios y, consecuentemente, por mostrar
el grado de vigencia de esta cultura en la Castilla de finales del medievo.
Todo sistema hidráulico expresa la relación entre la disponibilidad de los
recursos hídricos y la estructura económica, social y política que determina su
asignación productiva. Y, desde esta perspectiva, nuestro texto aborda una tercera y
última cuestión: sugiere que esta relación no fue exactamente idéntica a la que existía en
los sistemas hidráulicos regidos por la cultura jurídica bajo medieval castellana, de modo
que las fuerzas sociales y económicas que impulsaron la colonización insular
procuraron bien pronto que la instancia política adoptara aquellos cambios en los
derechos de propiedad del agua que se adecuaban a su estrategia productiva, definida
ésta en términos de eficiencia económica y de clase. La resultante de esta operación
institucional sería entonces una cultura jurídica hidráulica diferenciada de su patrón originario y propia de la realidad económica, social y política surgida del proceso
colonizador.
1. LA PATRIMONIALIZACIÓN DEL TERRITORIO: LA DOCTRINA DEL IUS REGALE
El derecho de aguas en Castilla tuvo como principal fuente jurídica durante el
período moderno y hasta mediados del siglo XIX las Partidas, redactadas en la segunda
mitad del siglo XIII. Pues bien, la Ley IX del Título XXVIII de la Tercera Partida cita las
fuentes entre los bienes comunales, es decir, entre los bienes que «todo home que fuere
e morador puede usar... e son comunales a todos, también a los pobres como a los ricos.
Mas los que fueren moradores en otro lugar non pueden usar de ellas contra voluntad o
defendimiento de los que morasen...». En síntesis, la ley recogía claramente las dos
características definitorias de los bienes comunales: su pertenencia a la comunidad
aldeana y el derecho de exclusividad en su aprovechamiento, reservado únicamente a
los miembros de la comunidad.
El origen de los bienes comunales se asociaría entonces a la génesis de la
comunidad campesina y constituyen uno de sus principales rasgos distintivos. La
siguiente cuestión sería dilucidar cuándo ocurre la génesis de esta comunidad y, por
tanto, de los bienes comunales. Y en la Castilla medieval, el proceso de formación de la
comunidad aldeana se inicia con la fundación de nuevos núcleos rurales durante la
reconquista y repoblación. Por consiguiente, en el caso de los bienes comunales se trata
de una propiedad cuyo dominio eminente, entendido como potestas, es decir, como un
poder de administración de la comunidad, recae sobre el Monarca, quien a su vez cede
este poder de administración al titular del señorío en los territorios señoriales, o bien a
los Concejos de las comunidades integradas en el territorio realengo; finalmente, en los
territorios señoriales también son los Concejos quienes detentan este poder de
administración por delegación de sus respectivos Señores.
Ahora bien, durante la Baja Edad Media se inicia el lento proceso de destrucción
de la propiedad comunal. La depresión económica impulsó a los Monarcas, Señores y Concejos a imponer nuevas cargas fiscales y por este motivo trataron de convertir su
dominio eminente sobre los bienes comunales en facultad para exigir rentas y servicios
por el aprovechamiento de tales bienes. Pues bien, esta tendencia a la
patrimonialización de los bienes comunales afectó a las aguas corrientes, a las aguas
comunes. Y, obviamente, el primer protagonista de este proceso fue el Monarca, en
tanto que se constituyó en el principal y único depositario del dominio eminente; las
aguas comunes tienden a partir de ahora a formar parte del ius regale, de modo que el
uso de tales aguas requiere una licencia regia. Los Señores, por su parte, interpretaron la
primitiva cesión real del dominio eminente sobre las aguas corrientes existentes en el
señorío como un derecho de propiedad sobre tales bienes, incorporándolos a su dominio
solariego. Los Concejos de las comunidades de realengo separaron las aguas de su
carácter comunal para convertirlas en bienes de propios y exigir una renta por su
aprovechamiento. Y, finalmente, asistimos también a una tendencia al reconocimiento
del derecho individual de prelación en el aprovechamiento de las aguas corrientes de
carácter comunal.
¿Cómo se produjo este proceso de patrimonialización de las aguas en el caso de
Canarias? La respuesta exige considerar el proceso de ocupación del territorio insular
por la Corona de Castilla durante el siglo XV. Un proceso que tuvo una primera fase de
carácter señorial. En los primeros años de esta centuria, el normando Jean de
Béthencourt ocupó las islas que menor resistencia indígena ofrecían a la penetración
europea (Lanzarote y Fuerteventura) y se convirtió en feudatario de Enrique III de
Castilla. Desconocemos el texto de fundación del denominado Señorío de Canarias,
cuyos derechos se extendían a las Islas aún en poder de su comunidad aborigen; pero los
acontecimientos posteriores sugieren que el monarca castellano aplicó la fórmula al uso,
aunque en el caso del Señorío de Canarias confirmó al normando en el dominio útil y
eminente sobre todo el territorio insular. Los sucesores en el Señorío de Canarias
—familia Las Casas-Herrera, perteneciente a la pequeña nobleza andaluza— ocuparon
La Gomera y El Hierro y defendieron, con el apoyo de la corona castellana, sus
derechos frente a la injerencia portuguesa. En 1476, la Corona de Castilla consideró conveniente para su política africanista
asumir la conquista de las islas aún bajo control indígena. Tuvo entonces que comprar
a quienes ostentaban la titularidad del Señorío de Canarias, el matrimonio Diego de
Herrera e Inés Peraza, el derecho de conquista sobre el citado territorio; es decir, la
Corona adquirió mediante la correspondiente indemnización la cesión regia del dominio
eminente sobre aquellas Islas, efectuada por Enrique III en 1403, dado que el dominio
útil de estas islas estaba aún en poder de los indígenas, considerados como vasallos
teóricos de los señores. La conquista realenga se inició en 1478 con la ocupación de
Gran Canaria y siguió años más tarde con la anexión de La Palma (1494) y de Tenerife
(1496).
¿Quiénes eran los titulares de las aguas en estos dos modelos de incorporación
de las Islas a la Corona de Castilla? De acuerdo con la tesis de la patrimonialización de
las aguas durante la Baja Edad Media en el territorio castellano y con las características
del proceso de conquista de los territorios insulares, la respuesta no ofrece duda alguna:
los titulares del dominio útil y eminente sobre la totalidad de las aguas canarias fueron
los dueños del Señorío de Canarias durante el período 1402-1476; a partir de 1476, el
titular del dominio útil y eminente sobre las aguas de Gran Canaria, La Palma y Tenerife
fue la Corona, mientras los Señores continuaron en el ejercicio de sus derechos sobre
Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro, es decir, las aguas de estas islas
formaban parte del señorío solariego.
2. LOS REPARTIMIENTOS. AGUAS COMUNES Y AGUAS PRIVADAS
Las Crónicas de la conquista sugieren que el balance hídrico del Archipiélago
era muy superior al actual. No obstante, la altitud media de Lanzarote y Fuerteventura
se sitúa por debajo de la acción húmeda de los vientos alisios, y esta circunstancia, junto
con la proximidad de estas dos islas al continente africano, determinaron una baja
pluviometría y un número de manantiales reducido y de escaso caudal. El Hierro
contaba con una mayor pluviometría, debida a su altitud y masa forestal, pero el número
y el caudal de sus fuentes eran también escasos por la configuración geológica de la isla De ahí que los dueños del señorío jurisdiccional y solariego de estas tres islas
mantuvieran el carácter comunal del dominio útil de sus aguas, destinándolas de forma
prioritaria al abasto de sus gentes y ganados; maretas, cisternas y aljibes, de propiedad
municipal o particular, herencia en algunos casos de la tecnología aborigen,
completaban la infraestructura hidráulica de estas tres islas.
En realidad, los cañaverales sólo podían cultivarse en las terrazas aluviales y en
las vegas situadas en la franja litoral de Gran Canaria, Tenerife, La Palma y La Gomera.
El clima aquí era cálido y seco, pero las Crónicas de la conquista reiteran la abundancia
de manantiales de aguas continuas. Los principales veneros se localizaban en las tierras
de medianías y cumbres, irrigadas por la humedad de los vientos alisios; las aguas
discurrían por una densa red de drenaje, constituida por numerosos barrancos, y
formaban en algunos cauces auténticos ríos —río Guiniguada (Gran Canaria); río de
Tazacorte (La Palma); río de Taoro (Tenerife). Además, la economía azucarera exigía
contar con recursos forestales para surtir de leña a las calderas de los ingenios. Y las
medianías y cumbres del barlovento insular de estas cuatro islas se hallaban ocupadas
entonces por impenetrables bosques de laurisilva, y las tierras de sotavento por
extensos bosques de pinus canariensis.
Finalmente, los cañavereo contaron con una infraestructura hidráulica inicial,
aunque sus dimensiones sean desconocidas. Las fuentes arqueológica y documental
indican la existencia, especialmente entre los aborígenes de Gran Canaria, de azud,
acequias y albercones para irrigar las sementeras, localizadas en su mayor parte en las
terrazas aluviales y en las vegas de la franja litoral; es decir, en el área ocupada por los
principales poblados protourbanos de la comunidad indígena y, luego de la conquista,
por los cañaverales y primeras aldeas del colonato europeo.
¿Qué norma jurídica rigió el repartimiento de las tierras y las aguas entre los
nuevos ocupantes? La mayor parte de los colonos procedía de las regiones del Norte de Castilla y de Portugal, de modo que reprodujeron en su nuevo solar la cultura jurídica
propia de sus comunidades de origen. Esta cultura jurídica, de base consuetudinaria,
constituía el legado de la comunidad aldeana, con su «moral popular» defensora de los
bienes comunales, y su principal fuente escrita eran las Partidas. Pues bien, las actas de
los repartimientos canarios muestran con claridad la aplicación efectiva del derecho
bajo medieval castellano.
Los Señores y la Corona cedieron al colonato el dominio útil de las tierras y
aguas en calidad de res comunes y autorizaron la privatización de determinados lotes de
tierra y agua atendiendo a dos circunstancias: al derecho de aguas bajo medieval
castellano, el sistema ribereño, y a la calidad del donatario. Esta cesión se realizó, al
menos en el caso del territorio afecto al ius regale, sin contra prestación alguna por parte
de los colonos, pues la Corona aplicó a su patrimonio una «política» dirigida a
incentivar el proceso roturador. Un proceso cuya principal fuerza motriz fue una
economía azucarera financiada por el capital mercantil, especialmente de origen
genovés.
Los delegados nombrados por la Corona para efectuar los repartimientos calcularon primeramente el caudal de agua necesario para irrigar, en un determinado espacio temporal (medio día o jornal de un regador), una parcela de cañaveral. Se
obtuvo así un módulo de repartimiento de tierra de regadío, la fanegada, irrigada con su
correspondiente caudal de agua, la azada de agua, y siguiendo al efecto una frecuencia
de riego denominada dula. Una vez calculado este módulo, los delegados regios
distribuyeron las tierras destinadas al regadío entre los conquistadores y colonos
atendiendo a su rango y participación en el proceso de conquista y colonización. Así, en
el caso de Gran Canaria, los peones fueron agraciados con la peonía de regadío,
equivalente a cinco fanegadas o una suerte, con cinco azadas de agua; los caballeros
conquistadores recibieron el doble de los peones y, finalmente, se premiaba con más
tierra y agua a los mayores inversores en la economía azucarera, es decir, a quienes
construyeran un ingenio de moler cañas. Se deduce entonces que los principales
beneficiarios de las tierras de regadío fueron la minoría de grandes conquistadores y los
genoveses, agentes financieros del proceso de conquista y colonización.
Ahora bien, interesa subrayar tres cuestiones de singular importancia con el fin
de concretar el derecho de aguas aplicado a la fase inicial de la colonización castellana
de las Islas. Primera cuestión: los delegados regios repartieron un caudal específico de
aguas para el riego de una determinada superficie de tierra; el agua quedó, pues,
adscrita a la tierra que irrigaba. Así, en la confirmación del repartimiento de las tierras de riego de las terrazas aluviales del Barranco de Tenoya (Gran Canaria) en 1506, el
reformador Ortiz de Zarate indica:
«Que ninguna persona sea osada ni se entremeta a tomares agua ninguna de la
del dicho barranco, pudiéndolas sacar [los colonos]... para que se aprovechen
dellas en las dichas tierras y en la parte del dicho barranco donde los dichos
señores herederos de las dichas tierras les hubiese bien de ello, la Reina nuestra
señora será servida y ellos aprovechados en darles el agua necesaria para las
dichas heredades... para que las hayan y tengan para si y para sus herederos y
para quien dellos lo hubieren de haber, para que con ella rieguen las dichas sus
heredades por su dula»23.
De igual forma se expresa el citado reformador con respecto a la confirmación
del repartimiento de tierras y aguas en el Valle de La Orotava (Tenerife) en el citado
año:
«e mandamos les sean dadas cartas de confirmación según que sus altezas lo
mandan, para que las hayan e tengan por suyas e como suyas en la manera que
dicho es, para agora e para siempre jamás, para sí e para sus herederos e
sucesores,... con el agua que por sus dulas les perteneciere según que por mi
ser declarado e les cupiere conforme a la medida de las dichas tierras e
repartimiento en ellas fecho, e mando que por ninguna persona sean despojados
de las dichas tierras e heredades e agua que a ellos les pertenece»24.
La segunda cuestión se refiere al carácter de res comunes del aqua profluens. La
Ley V del Título XXXI de la Tercera Partida contiene la siguiente expresión:
«Ganada hombre la servidumbre de traer agua para regar su heredamiento de
fuente que naciese en heredad ajena, si después el dueño de la fuente quisiese
otorgar a otro poder de aprovecharse de aquella agua non lo puede hacer sin
consentimiento de aquel a quien primero fue otorgada la servidumbre de ella.
Fueras en de si el agua fuese a tanta que abundase al heredamiento de ambos».
¿Este texto significa, como sostiene Arrazola, que el aqua profluens no era de
uso común sino que pertenecía al dueño del fundo donde había nacido, aún cuando
hayan traspasado los linderos de su propiedad? ¿Por el contrario, como sostiene
Escriche, estas aguas, nacidas en terreno privado, «así que salen de él se hacen
corrientes, aqua profluens, y pertenecen como comunes al primero que las ocupa en
cuanto tienen necesidad de ellas»? Las actas de los repartimientos canarios permiten
sostener esta segunda lectura de la citada ley, es decir, que durante el período moderno
el aqua profluens tenía el carácter de res comunes, a la que tenían derecho todos los
propietarios ribereños con la autorización previa del ius regale, con la salvedad de que
este res comunes es en Canarias el dominio útil y su privatización por el ribereño exige
la cesión de este dominio por parte del ius regale, propietario absoluto de tierras y
aguas.
Veamos. Los delegados de este ius regale cedieron también la propiedad de
determinados manantiales sin especificar una medida exacta de tierra, dado que en las
concesiones de este tipo se desconocía con exactitud el caudal de agua susceptible de
emplear en el riego. Pero en este caso también se mantiene la adscripción del agua a la
tierra porque la cesión del manantial incluye la cláusula «con todas las tierras que con
su agua podáis regar», lo cual significa que el caudal de dicha fuente determinará la
medida de la tierra. Además, esta modalidad de data se refiere al manantial que nace en
la propiedad, de modo que asistimos aquí de nuevo a la aplicación por parte del
delegado regio del derecho de aguas bajo medieval, que reconoce la autoridad del
propietario para disfrutar en exclusiva de las aguas que nacen en su predio.
Ahora bien, en el supuesto de que la «saca del agua», es decir, los trabajos de
extracción, a cargo del beneficiario de la data, alumbrasen un volumen de agua superior
al estimado por el delegado regio a la hora de realizar la merced, entonces el aqua
profluens, es decir, dicho excedente, es propiedad realenga afecta a la consideración de
res comunes, de modo que el delegado regio quedaba facultado para ceder su usufructo
a todo nuevo poblador. Dos ejemplos corroboran este hecho. En 1508, Alonso Fernández de Lugo, responsable del repartimiento de tierras y aguas en Tenerife y La
Palma, concedió al conquistador Gonzalo Yánez:
«unos manaderos de agua que están en las tierra que yo así vos he dado, las
cuales habéis de sacar debajo de la tierra, y sí fuere tanta la cantidad que haya
para demás de regar vuestra tierra, que pueda yo hacer merced della a quien yo
quisiere»28.
Y más explícito aún es este carácter de res comunes del aqua profluens en la
data otorgada por el mismo cesionario al clérigo portugués Rui Blas en 1507:
«Do licencia... [para] que podáis buscar cualesquier aguas que hall-ardes en
vuestras tierras que tenéis en Icode, que van perdidas, e si hallaren que no van a
los barrancos e río de Icode, sean vuestras. Que digo que estando en vuestras
tierras las dichas aguas que las podáis sacar».
Finalmente, interesa subrayar una tercera cuestión de cara a comprender el
proceso histórico posterior en torno a la propiedad del agua. El dominio eminente sobre
las tierras y aguas no repartidas quedó en manos de los señores y de la Corona en sus
respectivos ámbitos territoriales, quienes cedieron el dominio útil en calidad de res
comunes al vecindario. Y a partir de esta primitiva concesión, el destino de estas aguas
corrió paralelo al proceso de destrucción de la propiedad comunal.
3. CAPITAL MERCANTIL E IRRIGACIÓN: EL PODER DE LA SACAROCRACIA
Así pues, los repartimientos de tierras y aguas reprodujeron en el solar canario el
derecho bajo medieval castellano sobre las aguas. Pero las cosas cambiaron bien pronto.
Si bien el citado derecho respetaba el legado de la comunidad aldeana, no ocurría lo
propio con la institución que debía garantizar la defensa de tal legado. Las ordenanzas
de las nuevas instituciones municipales fueron copia de las vigentes en el solar
andaluz, y tales ordenanzas respondían a una Administración municipal más evolucionada, acorde con el progresivo control regio y oligárquico de la institución
concejil. Y como la oligarquía concejil isleña fue la principal protagonista del proceso
económico generado en torno al agua y su prioritario destino, el cañaveral, esta
oligarquía empleó su control institucional para liberar al citado proceso de los «matices»
jurídicos del derecho de aguas bajomedieval castellano que obstaculizaban su
desarrollo. Esta intervención favoreció la génesis y consolidación de una nueva norma
jurídica, en gran parte consuetudinaria, que regulaba la distribución del agua entre sus
interesados y aseguraba la exclusividad de sus derechos a la misma, único modo de
estimular aquella estrategia de crecimiento agrario. Finalmente, esta estrategia y la
nueva normativa terminó por otorgar a los grandes conquistadores y financieros de la
colonización azucarera nuevas vías para ampliar su control sobre las tierras irrigadas y,
por extensión, sobre los recursos hídricos.
Distribuidas las tierras consideradas de regadío con el agua que les correspondía
por sus dulas, los agraciados con estas mercedes formaron un primer Heredamiento de
tierras y aguas para hacer valer sus derechos de propiedad ante la Justicia y reclamar su
intervención en los asuntos concernientes al interés común de los «adulados». Se
trataba de una institución hidráulica presente en los regadíos del solar andaluz y del
sudeste peninsular. El municipio intervenía en su administración, al aprobar sus
ordenanzas de las aguas y el nombramiento de sus Alcaldes de agua, con jurisdicción
privativa para resolver de forma inmediata los litigios por la propiedad o distribución de
las aguas.
Ahora bien, en el caso isleño, la Justicia era a la vez juez y parte interesada en el
negocio azucarero y, por tanto, en la privatización de los recursos hídricos. El
gobernador, delegado regio en el repartimiento de tierras y aguas, se había asignado
importantes lotes de tierras y aguas, y era miembro destacado de los principales
Heredamientos y de la élite azucarera; por su parte, los ediles también pertenecían a esta
elite y bien pronto adquirieron a la Corona la permanencia vitalicia en el cargo. En
resumen, el factor institucional concejil estaba formado por una auténtica sacarocracia. La primera intervención de este factor institucional en materia de aguas se
concretó en respaldar con su autoridad el proceso de capitalización de este recurso. La
mayoría de los Heredamientos de tierras y aguas debían afrontar de manera
mancomunada los costes de «sacar las aguas», desde los nacientes principales hasta las
tierras de riego, dado que el municipio, de reciente implantación, carecía de recursos
propios para financiar estos trabajos con cargo a la hacienda concejil. Además, en las
vegas irrigadas mediante la red de azud y canales construida por la comunidad
primitiva, su sistema de irrigación, de raíz comunitaria, no se correspondía con el
horizonte cultural hidráulico del ocupante europeo, de modo que se requería
implementar y ampliar esta infraestructura para adecuarla a este horizonte y atender la
creciente demanda hídrica de los cañaverales.
Varios ejemplos permiten valorar el alcance de las nuevas obras hidráulicas. En
1504, los costes de la «saca de aguas» del río de Taoro para el riego de los cañaverales
del Valle de La Orotava (Tenerife) se fijaron por la municipalidad en 50 mrs. de
moneda canaria por fanegada de regadío; como en 1508 se habían repartido 1.203
fanegadas, la inversión total pudo haber sido de 60.150 mrs. Pues bien, si
consideramos que el precio oficial de la arroba de azúcar blanco destinado a la exportación era en este año de 300 mrs., la suma invertida supuso el 5,0% de la
producción de un ingenio, que oscilaba en torno a las 4.000 arrobas.
En 1505, la construcción de la Mina de Tejeda, un extenso túnel que conducía
una parte de las aguas del barranco de este nombre a la cabecera del que irrigaba la vega
de Las Palmas de Gran Canaria, se estimó en 250.000 mrs.. El precio oficial de la
arroba de azúcar blanco era también en este año de 300 mrs., de modo que, efectuando
la misma aproximación que en el ejemplo anterior, la construcción del túnel suponía el
20,8% del valor de la producción media anual de un ingenio, o bien una cuarta parte de
los ingresos reales por tercias y almojarifazgos de las islas realengas.
En 1518, el flamenco Jâcome de Monteverde valoró en 15.000 ducados
(7.500.000 mrs.) el capital que había invertido en la construcción de las acequias para
regar sus cañaverales con las aguas del río de Tazacorte (La Palma), de modo que su
inversión multiplicó por 2,65 el ingreso bruto anual de un ingenio, atendiendo a un
precio medio por arroba de azúcar blanco de 700 mrs. En 1523, el mismo hacendado
estimó que la «saca de las aguas» de este río para el riego de los Llanos de San Miguel,
situados en la citada isla, ascendía a 10.000 ducados (5.000.000 mrs.), es decir,
multiplicaba por 1,56 el citado ingreso anual, a un precio medio por arroba de 800 mrs.
Finalmente, el alcance de estas dos obras hidráulicas queda también de relieve si
observamos que en las fechas indicadas los ingresos por tercias y almojarifazgos de las
tres islas realengas sumaron 3.938.669 mrs. y 3.060.000 mrs., respectivamente.
En resumen, estas estimaciones son muy dispares, pues de igual naturaleza es el
relieve insular y, por tanto, los costes de la «saca de sus aguas». Pero, en todo caso muestran la importancia del proceso de capitalización generado en torno al agua y de
ahí la estrecha asociación entre capital mercantil e irrigación en la expansión de esta
economía azucarera insular y atlántica; una asociación que hacía además germinar la
semilla del capitalismo, es decir, la destrucción de los elementos comunitarios
inherentes al derecho de aguas bajo medieval castellano, en beneficio de la iniciativa
privada.
Veamos. Algunos colonos no pagaron los costes que les correspondían por la
«saca de las aguas», y esta negativa o morosidad, junto con el carácter mancomunado de
este gasto, obstaculizaban sin duda la iniciativa privada e individual en el desarrollo de
los cañaverales. Y fue entonces cuando el capital involucrado en este proceso inició su
acción ante la autoridad municipal para imponer su lógica productiva. Si los colonos
con menores recursos no pagaban los costes de la «saca de las aguas», entonces la
«tierra se resuma», es decir, volvía a su anterior estado, de libre disposición, «para [lo]
que Su Señoría [el delegado regio] mandare». Y aunque desconocemos el mandato de
Su Señoría —el gobernador y uno de los máximos productores azucareros—, éste no
podía ser otro que la asignación de la tierra y el agua a otro nuevo colono o bien al
propietario ribereño que se acomodase al pago de la deuda.
Los derechos de propiedad sobre el agua repartida podían también convertirse en
un obstáculo al crecimiento de la economía azucarera en el supuesto de que los
agraciados con mercedes de tierras de secano pero con opción a poner bajo riego,
retrasaran por dificultades financieras o de otra índole la realización de las obras
hidráulicas necesarias para el plantío de los cañaverales. Y, de nuevo, el capital
azucarero impuso su lógica productiva. Solicitó ante la Corona que los agraciados con
tales mercedes cedieran su derecho a la explotación de las aguas teóricamente asignadas
al riego de sus tierras, o bien vendiesen éstas en calidad de secano a fin de que pudieran adquirirlas los grandes colonos que asumían los costes hidráulicos y del plantío de los
cañaverales.
Se deduce entonces que, en opinión de una élite azucarera que representaba a su
vez el poder institucional, la penuria financiera de los agraciados en los repartimientos
de tierras y aguas o, dicho en otros términos, los derechos de propiedad de este
colectivo no podían detener el interés del capital mercantil y productivo en la expansión
de los cañaverales. De ahí que la segunda medida de la autoridad concejil, adoptada
como respuesta a una nueva solicitud de la sacarocracia, fuera suprimir el obstáculo de
la mancomunidad en el gasto, pues decretó que «cualesquier persona» pudiera invertir a
título individual en la «saca de las aguas»46. Una medida que, además, fue seguida por
la propia Corona cuando en 1511 cedió a Luis de Armas un tercio de las aguas no
repartidas en las Islas y de las que disfrutaran sus vecinos sin justo título, reservándose
la autoridad regia los dos tercios restantes para atender los donadíos solicitados por los
miembros del Consejo Real.
Y entonces ocurrió un cambio trascendental en el marco jurídico del derecho de
aguas bajo medieval aplicado en los repartimientos insulares: la separación del agua de
su adscripción a la tierra y, consecuentemente, la génesis de un mercado del agua,
cuya expansión corría paralelo a la demanda hídrica de los cañaverales. Porque quienes
invertían en la «saca de las aguas» y eran a su vez poseedores de tierras de riego, disponían de un volumen de agua superior a la demanda hídrica de sus parcelas,
viéndose entonces obligados, en una primera lectura, a enajenar este excedente para
poder remunerar el capital invertido; una circunstancia —la venta del agua— que
adquiere mayor significado en el caso de aquellos inversores que carecían de tierras y,
por consiguiente, su único interés en la capitalización del agua radicaba en participar en
los beneficios azucareros a través de la comercialización del recurso hídrico.
Cierto que la disposición concejil citada a propósito de esta argumentación
mantuvo el derecho de los colonos a disfrutar del recurso en tanto abonasen el capital y
los intereses correspondientes a los costes de extracción de su agua. En este sentido, la
disposición trataba no sólo de respetar el principio de adscripción del agua a la tierra
sino también el derecho de los ribereños al aqua profluens en su calidad de res
comunes. Pero, al propio tiempo, la disposición concejil reconocía que la existencia de
esta aqua profluens derivaba del capital e intereses invertidos en su alumbramiento, de
modo que mientras los colonos con derecho al agua no pagasen tales dineros, tenían que
adquirir el agua necesaria para el riego de sus cañaverales.
Ahora bien, si suponemos elevados los beneficios azucareros, parece lógico
pensar que quienes invertían en la capitalización de las aguas, dueños de ella en tanto no
les abonasen los costes de su inversión, preferían maximizar su renta mediante el riego
de cañaverales de su pertenencia, pretendiendo al efecto las tierras de los colonos con
derecho al agua o bien las tierras de secano, de menor precio, situadas en el perímetro
del espacio agrario cubierto por la red de irrigación. Esta última estrategia inversora
exigía la superación de dos obstáculos jurídicos. El primero era «convencer» a los
propietarios de las tierras de secano de la «conveniencia» de su venta, procurando para
ello desanimar su deseo de adquirir el agua para el plantío del cañaveral. El segundo
obstáculo consistía en romper el vínculo jurídico que ligaba el agua a la tierra, pues
convertir en regadío tierras de secano implicaba la movilidad de una porción de agua ya
sujeta a una determinada superficie de tierra, la de los colonos con derecho a esta agua
pero sin dineros para hacer valer este derecho.
Un nuevo elemento, de carácter tecnológico, vino en auxilio de esta estrategia de
movilidad del agua, al poner de relieve que la norma castellana de adscripción del agua
a la tierra suponía una asignación ineficiente de este recurso. En efecto. El cultivo
intensivo del cañaveral agotaba los suelos, de modo que, una vez finalizado su ciclo
productivo —cuando más, cuatro años—, la tierra debía quedar largo tiempo en
barbecho. En consecuencia, si el agua permanecía adscrita a una determinada superficie de tierra, el propietario de ambos recursos no podía optimizar la asignación del primero
durante el período de barbecho, debiendo entonces vender o arrendar el uso de su
derecho al agua a los plantadores sin ella para el riego de sus cañas.
La argumentación expuesta conduce a una conclusión obvia: los derechos de
propiedad sobre las tierras de secano situadas en el perímetro del espacio irrigado
suponían un obstáculo jurídico a la expansión de los intereses de la aristocracia. Y, de
nuevo, esta última impuso su lógica productiva, sancionada a su vez por la Corona: la
«remuda de tierras cansadas, es decir, la mudanza de tierras y aguas de acuerdo con
los intereses de los propietarios de las aguas. Quienes poseían tierras de secano perdían
su titularidad en beneficio de los «adulados» mediante el simple pago por éstos de las
posibles mejoras efectuadas en dichas tierras. Y de ello se deduce un claro proceso de
concentración de la propiedad azucarera y cuyo motor fue el control del agua; la
propiedad del agua facilitaba luego la de las tierras irrigadas.
Finalmente, el sostenido crecimiento de la demanda azucarera en los mercados
europeos incentivó la paralela expansión de los cañaverales. Hacia la década de 1520
Canarias se había convertido en el primer productor azucarero atlántico. Pero más azúcares significaban también más agua, de modo que el crecimiento de la superficie
ocupada por las cañas acentuó el proceso de privatización de las aguas de dominio
realengo. Y aunque la información disponible no permite aún medir el alcance de este
proceso, sus vías se conocen con bastante aproximación.
La primera revistió carácter legal, es decir, contó con la autorización previa del
ius regale. Luego de los primeros repartimientos a la élite de la conquista —caballeros,
peones y financieros de la misma—, los gobernadores continuaron efectuando nuevos
repartos de tierras y aguas y en estas distribuciones también participaron los colonos ya
establecidos. Pero las denuncias acerca de la parcialidad de los gobernadores con la
aristocracia, así como el poder acumulado por esta última, determinaron que en 1498
la Corona prohibiera a los extranjeros poseer ingenios y heredades por un valor
superior a 200.000 mrs., y en 1506 la venta de tierras y aguas a «extranjeros e
personas poderosas», otorgando a los vecinos naturales derecho de tanteo.
Finalmente, la Corona decretó en fecha aún imprecisa que los gobernadores no pudieran
repartir tierras y aguas por un importe superior a 3.000 mrs..
Una segunda vía jurídica de privatización de las aguas realengas afectas al res
comunes daba amplio respaldo a las iniciativas hidráulicas de la aristocracia. Su
representante institucional, el municipio, obtuvo la preceptiva autorización de la Corte
para convertir aguas realengas en aguas de propios o concejiles, argumentando al efecto
la demanda urbana. Pero el municipio carecía de fondos para acometer la «saca de las
aguas», de modo que privatizó los «excedentes» en aquellos que se comprometieran a
realizar aquella obra. Y no cabe duda alguna acerca de la naturaleza social de estos
interesados en el agua, es decir, aquellos que ejercían un control político sobre la
institución concejil. Finalmente, el método más generalmente empleado fue la simple
usurpación: los Heredamientos defendieron su dominio sobre todas las aguas que discurrían por los cauces de los barrancos donde manaban las aguas primitivamente
concedidas –es decir, en el reparto inicial de tierra y agua–, aunque por el momento no
se utilizaran para el riego, siendo de cuenta de sus beneficiarios el disponer del
excedente.
Por supuesto, este proceso privatizarlo originó una abierta conflictividad por las
aguas, protagonizado por quienes se sentían ultrajados en su derecho comunitario a
participar en su uso. Denunciaron ante la Corte la parcialidad de la justicia en los
repartos y la continuada privatización de las aguas comunes, es decir, la posesión de un
volumen de agua superior al inicialmente concedido en los repartimientos; en síntesis,
un proceso privatizarlo del recurso hídrico que incluso fue reconocido por la propia
Corona. Sin embargo, sus iniciativas de reforma fracasaron y este resultado revela el
alcance de los mecanismos de poder de la élite azucarera. En primer término, en el
plano de sus relaciones políticas con la Corona. Sabemos con certeza que el interés de
esta última radicaba en lograr una inmediata colonización de las Islas, único modo de
frenar la presión de otras potencias por la posesión del territorio insular. De ahí que
otorgara a su colonato una política fiscal privilegiada y la libre asignación de los
factores productivos, incluso del propio patrimonio regio, como eran tierras y aguas. Y
como el auténtico motor de la colonización era la expansión de la economía azucarera,
la política regia tendía a coincidir con los intereses del capital mercantil y productivo
vinculado a los azúcares.
En segundo lugar, el control de esta élite se manifiesta también en el plano de las
estructuras sociales y políticas nacidas del proceso colonizador. El control municipal de
los primeros heredamientos de tierras y aguas pronto se tornó ineficiente en la defensa
de los derechos de sus «adulados», dada la manifiesta parcialidad de una justicia que se
suponía debía amparar en sus derechos al agua a todo el vecindario, dado el carácter de
res comunes del agua realenga. Una contradictoria actuación concejil que tendía a
agravarse a medida que el único bien mueble que constituía el Heredamiento era el agua
y crecía a su vez el proceso de usurpación de los veneros existentes en los cauces donde
nacían las aguas primitivamente concedidas a los «adulados». En resumen, los intereses comunitarios que debía defender la institución feudal entraban en colisión con
los que reclamaban los «adulados».
De ahí que, en fecha aún imprecisa, la autoridad municipal se desprendiera de su
intervención directa en la defensa de los derechos de propiedad sobre las aguas de los
Heredamientos, implantado al efecto y mediante la preceptiva autorización regia la
institución que controlaba la irrigación en el territorio castellano: la Alcaldía de las
Aguas, con sus correspondientes Ordenanzas de las Aguas, aprobadas por los
respectivos Concejos insulares y confirmadas por la Corona. Los Alcaldes de Aguas
ejercían una jurisdicción privativa, que se mantuvo hasta la abolición de los señoríos. El
oficio lo ejercían los mayores propietarios de cada Heredamiento, es decir, un grupo
oligárquico que controlaba a su vez los cargos municipales y militares, es decir, el poder
económico, civil y militar en cada territorio insular
CONCLUSIONES
Los repartimientos de tierras y aguas de las Canarias durante su colonización
inicial reprodujeron en esencia el derecho bajomedieval castellano. El proceso de
conquista determinó que el dominio eminente y útil sobre las tierras y las aguas del
territorio recayeran en la Corona (caso de Gran Canaria, Tenerife y La Palma) y en los
Señores (caso de Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro). La Corona y los
Señores cedieron a los colonos lotes de tierras con su correspondiente agua de riego, así
como el dominio útil de las «sobras» de tierras y aguas en calidad de res comunes.
Finalmente, los beneficiarios de tierras y aguas formaron los primeros Heredamientos
bajo el control estricto de la municipalidad, que regulaba sus ordenanzas y el
nombramiento de sus Alcaldes de aguas.
Este derecho bajo medieval castellano se mantuvo vigente hasta mediados del
siglo XIX. No obstante, este derecho fue bien pronto sustituido por otro, en gran medida
de base consuetudinaria, que se adecuaba más a la ideología económica, de tendencia
capitalista, que presidió todo el proceso colonizador. La fuerza motriz de este proceso fue una economía azucarera vinculada a los mercados exteriores. El cultivo del
cañaveral exigía fértiles suelos y el riego permanente, así como la fuerza del agua para
mover los ingenios. El agua se convirtió entonces en el bien más preciado del proceso
colonizador, y su asignación productiva tendió a eliminar los obstáculos que impedían
la creación de un mercado de aguas, es decir, la movilidad del recurso y la prelación del
interés individual en las inversiones necesarias para incrementar su volumen y construir
adecuadas infraestructuras hidráulicas. Las fuerzas que impulsaron estos cambios
estaban dirigidas por la sacarocracia, que a su vez era la principal propietaria del agua
de los Heredamientos y la oligarquía que controlaba el poder concejil. Se forjó así un
sistema hidráulico caracterizado por la propiedad y gestión privada del recurso hídrico
cuya génesis se produce ahora, en los siglos XV y XVI, y cuya consolidación se produce
a mediados del siglo XIX con la reforma agraria liberal.