lunes, 1 de febrero de 2016

El agua en Canarias

 La colonización de las islas Canarias se inició a principios del siglo XV y finalizó en el primer cuarto del siglo XVI. Habían transcurrido más dos siglos desde su re descubrimiento (¿1312?), es decir, el tiempo que precisó la Europa del primer Renacimiento para otorgarle al Archipiélago una función propia en el escenario económico creado por la expansión atlántica. Esta función fue, en síntesis, de naturaleza doble e inter dependiente: una economía de servicios ligada al tráfico internacional y una economía de producción agro exportadora cuya principal oferta serían los azúcares. El cañaveral, procedente de la vecina isla de Madeira, donde había arribado hacia la década de 14502, se aclimató en el suelo canario treinta años más tarde. El cultivo requería disponer de un recurso hídrico abundante, cuya fuerza era necesaria, además, para mover los ingenios azucareros. El desarrollo de los cañaverales y de su industria creció a un ritmo acelerado durante el período 1480-15254, y este crecimiento determinó que la presión social por la posesión del agua acabara por dominar todo el proceso colonizador. El presente trabajo estudia la cultura económica y jurídica que reguló los derechos de propiedad sobre las aguas. La conquista del territorio isleño bajo la soberanía de Castilla tuvo una fase señorial, ocurrida durante la primera mitad del siglo XV, y otra realenga, en el último cuarto de esta centuria. La conquista se produjo entonces durante la etapa de formación y consolidación del ius regale, de modo que el primer apartado de este texto examina el proceso de patrimonialización de las aguas en los inicios de la expansión ultramarina de la Corona de Castilla. El segundo apartado analiza los repartimientos de tierras y aguas entre los conquistadores y los colonos. Este grupo repoblador procedía del solar castellano y portugués, y su cultura jurídica en materia de aguas tenía entonces un triple origen (romano, germánico y andalusí). Las leyes sobre las aguas contenidas en las Partidas pueden considerarse como la síntesis del legado romano y germánico, completándose el ordenamiento hidráulico de Castilla y del Portugal bajo medieval con las ordenanzas municipales que regulaban las aguas de riego, especialmente en los regadíos andaluces y del sudeste peninsular, y aquí la herencia andalusí parece indudable. Pues bien, nuestro análisis del repartimiento de las tierras y las aguas en los inicios de la colonización insular se preocupa por concretar el grado de aplicación de esta cultura jurídica hidráulica en los primeros regadíos canarios y, consecuentemente, por mostrar el grado de vigencia de esta cultura en la Castilla de finales del medievo. Todo sistema hidráulico expresa la relación entre la disponibilidad de los recursos hídricos y la estructura económica, social y política que determina su asignación productiva. Y, desde esta perspectiva, nuestro texto aborda una tercera y última cuestión: sugiere que esta relación no fue exactamente idéntica a la que existía en los sistemas hidráulicos regidos por la cultura jurídica bajo medieval castellana, de modo que las fuerzas sociales y económicas que impulsaron la colonización insular procuraron bien pronto que la instancia política adoptara aquellos cambios en los derechos de propiedad del agua que se adecuaban a su estrategia productiva, definida ésta en términos de eficiencia económica y de clase. La resultante de esta operación institucional sería entonces una cultura jurídica hidráulica diferenciada de su patrón originario y propia de la realidad económica, social y política surgida del proceso colonizador.


 1. LA PATRIMONIALIZACIÓN DEL TERRITORIO: LA DOCTRINA DEL IUS REGALE El derecho de aguas en Castilla tuvo como principal fuente jurídica durante el período moderno y hasta mediados del siglo XIX las Partidas, redactadas en la segunda mitad del siglo XIII. Pues bien, la Ley IX del Título XXVIII de la Tercera Partida cita las fuentes entre los bienes comunales, es decir, entre los bienes que «todo home que fuere e morador puede usar... e son comunales a todos, también a los pobres como a los ricos. Mas los que fueren moradores en otro lugar non pueden usar de ellas contra voluntad o defendimiento de los que morasen...». En síntesis, la ley recogía claramente las dos características definitorias de los bienes comunales: su pertenencia a la comunidad aldeana y el derecho de exclusividad en su aprovechamiento, reservado únicamente a los miembros de la comunidad. El origen de los bienes comunales se asociaría entonces a la génesis de la comunidad campesina y constituyen uno de sus principales rasgos distintivos. La siguiente cuestión sería dilucidar cuándo ocurre la génesis de esta comunidad y, por tanto, de los bienes comunales. Y en la Castilla medieval, el proceso de formación de la comunidad aldeana se inicia con la fundación de nuevos núcleos rurales durante la reconquista y repoblación. Por consiguiente, en el caso de los bienes comunales se trata de una propiedad cuyo dominio eminente, entendido como potestas, es decir, como un poder de administración de la comunidad, recae sobre el Monarca, quien a su vez cede este poder de administración al titular del señorío en los territorios señoriales, o bien a los Concejos de las comunidades integradas en el territorio realengo; finalmente, en los territorios señoriales también son los Concejos quienes detentan este poder de administración por delegación de sus respectivos Señores. Ahora bien, durante la Baja Edad Media se inicia el lento proceso de destrucción de la propiedad comunal. La depresión económica impulsó a los Monarcas, Señores y Concejos a imponer nuevas cargas fiscales y por este motivo trataron de convertir su dominio eminente sobre los bienes comunales en facultad para exigir rentas y servicios por el aprovechamiento de tales bienes. Pues bien, esta tendencia a la patrimonialización de los bienes comunales afectó a las aguas corrientes, a las aguas comunes. Y, obviamente, el primer protagonista de este proceso fue el Monarca, en tanto que se constituyó en el principal y único depositario del dominio eminente; las aguas comunes tienden a partir de ahora a formar parte del ius regale, de modo que el uso de tales aguas requiere una licencia regia. Los Señores, por su parte, interpretaron la primitiva cesión real del dominio eminente sobre las aguas corrientes existentes en el señorío como un derecho de propiedad sobre tales bienes, incorporándolos a su dominio solariego. Los Concejos de las comunidades de realengo separaron las aguas de su carácter comunal para convertirlas en bienes de propios y exigir una renta por su aprovechamiento. Y, finalmente, asistimos también a una tendencia al reconocimiento del derecho individual de prelación en el aprovechamiento de las aguas corrientes de carácter comunal. ¿Cómo se produjo este proceso de patrimonialización de las aguas en el caso de Canarias? La respuesta exige considerar el proceso de ocupación del territorio insular por la Corona de Castilla durante el siglo XV. Un proceso que tuvo una primera fase de carácter señorial. En los primeros años de esta centuria, el normando Jean de Béthencourt ocupó las islas que menor resistencia indígena ofrecían a la penetración europea (Lanzarote y Fuerteventura) y se convirtió en feudatario de Enrique III de Castilla. Desconocemos el texto de fundación del denominado Señorío de Canarias, cuyos derechos se extendían a las Islas aún en poder de su comunidad aborigen; pero los acontecimientos posteriores sugieren que el monarca castellano aplicó la fórmula al uso, aunque en el caso del Señorío de Canarias confirmó al normando en el dominio útil y eminente sobre todo el territorio insular. Los sucesores en el Señorío de Canarias —familia Las Casas-Herrera, perteneciente a la pequeña nobleza andaluza— ocuparon La Gomera y El Hierro y defendieron, con el apoyo de la corona castellana, sus derechos frente a la injerencia portuguesa. En 1476, la Corona de Castilla consideró conveniente para su política africanista asumir la conquista de las islas aún bajo control indígena. Tuvo entonces que comprar a quienes ostentaban la titularidad del Señorío de Canarias, el matrimonio Diego de Herrera e Inés Peraza, el derecho de conquista sobre el citado territorio; es decir, la Corona adquirió mediante la correspondiente indemnización la cesión regia del dominio eminente sobre aquellas Islas, efectuada por Enrique III en 1403, dado que el dominio útil de estas islas estaba aún en poder de los indígenas, considerados como vasallos teóricos de los señores. La conquista realenga se inició en 1478 con la ocupación de Gran Canaria y siguió años más tarde con la anexión de La Palma (1494) y de Tenerife (1496). ¿Quiénes eran los titulares de las aguas en estos dos modelos de incorporación de las Islas a la Corona de Castilla? De acuerdo con la tesis de la patrimonialización de las aguas durante la Baja Edad Media en el territorio castellano y con las características del proceso de conquista de los territorios insulares, la respuesta no ofrece duda alguna: los titulares del dominio útil y eminente sobre la totalidad de las aguas canarias fueron los dueños del Señorío de Canarias durante el período 1402-1476; a partir de 1476, el titular del dominio útil y eminente sobre las aguas de Gran Canaria, La Palma y Tenerife fue la Corona, mientras los Señores continuaron en el ejercicio de sus derechos sobre Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro, es decir, las aguas de estas islas formaban parte del señorío solariego.



2. LOS REPARTIMIENTOS. AGUAS COMUNES Y AGUAS PRIVADAS Las Crónicas de la conquista sugieren que el balance hídrico del Archipiélago era muy superior al actual. No obstante, la altitud media de Lanzarote y Fuerteventura se sitúa por debajo de la acción húmeda de los vientos alisios, y esta circunstancia, junto con la proximidad de estas dos islas al continente africano, determinaron una baja pluviometría y un número de manantiales reducido y de escaso caudal. El Hierro contaba con una mayor pluviometría, debida a su altitud y masa forestal, pero el número y el caudal de sus fuentes eran también escasos por la configuración geológica de la isla De ahí que los dueños del señorío jurisdiccional y solariego de estas tres islas mantuvieran el carácter comunal del dominio útil de sus aguas, destinándolas de forma prioritaria al abasto de sus gentes y ganados; maretas, cisternas y aljibes, de propiedad municipal o particular, herencia en algunos casos de la tecnología aborigen, completaban la infraestructura hidráulica de estas tres islas. En realidad, los cañaverales sólo podían cultivarse en las terrazas aluviales y en las vegas situadas en la franja litoral de Gran Canaria, Tenerife, La Palma y La Gomera. El clima aquí era cálido y seco, pero las Crónicas de la conquista reiteran la abundancia de manantiales de aguas continuas. Los principales veneros se localizaban en las tierras de medianías y cumbres, irrigadas por la humedad de los vientos alisios; las aguas discurrían por una densa red de drenaje, constituida por numerosos barrancos, y formaban en algunos cauces auténticos ríos —río Guiniguada (Gran Canaria); río de Tazacorte (La Palma); río de Taoro (Tenerife). Además, la economía azucarera exigía contar con recursos forestales para surtir de leña a las calderas de los ingenios. Y las medianías y cumbres del barlovento insular de estas cuatro islas se hallaban ocupadas entonces por impenetrables bosques de laurisilva, y las tierras de sotavento por extensos bosques de pinus canariensis. Finalmente, los cañavereo contaron con una infraestructura hidráulica inicial, aunque sus dimensiones sean desconocidas. Las fuentes arqueológica y documental indican la existencia, especialmente entre los aborígenes de Gran Canaria, de azud, acequias y albercones para irrigar las sementeras, localizadas en su mayor parte en las terrazas aluviales y en las vegas de la franja litoral; es decir, en el área ocupada por los principales poblados protourbanos de la comunidad indígena y, luego de la conquista, por los cañaverales y primeras aldeas del colonato europeo. ¿Qué norma jurídica rigió el repartimiento de las tierras y las aguas entre los nuevos ocupantes? La mayor parte de los colonos procedía de las regiones del Norte de Castilla y de Portugal, de modo que reprodujeron en su nuevo solar la cultura jurídica propia de sus comunidades de origen. Esta cultura jurídica, de base consuetudinaria, constituía el legado de la comunidad aldeana, con su «moral popular» defensora de los bienes comunales, y su principal fuente escrita eran las Partidas. Pues bien, las actas de los repartimientos canarios muestran con claridad la aplicación efectiva del derecho bajo medieval castellano. Los Señores y la Corona cedieron al colonato el dominio útil de las tierras y aguas en calidad de res comunes y autorizaron la privatización de determinados lotes de tierra y agua atendiendo a dos circunstancias: al derecho de aguas bajo medieval castellano, el sistema ribereño, y a la calidad del donatario. Esta cesión se realizó, al menos en el caso del territorio afecto al ius regale, sin contra prestación alguna por parte de los colonos, pues la Corona aplicó a su patrimonio una «política» dirigida a incentivar el proceso roturador. Un proceso cuya principal fuerza motriz fue una economía azucarera financiada por el capital mercantil, especialmente de origen genovés. Los delegados nombrados por la Corona para efectuar los repartimientos calcularon primeramente el caudal de agua necesario para irrigar, en un determinado espacio temporal (medio día o jornal de un regador), una parcela de cañaveral. Se obtuvo así un módulo de repartimiento de tierra de regadío, la fanegada, irrigada con su correspondiente caudal de agua, la azada de agua, y siguiendo al efecto una frecuencia de riego denominada dula. Una vez calculado este módulo, los delegados regios distribuyeron las tierras destinadas al regadío entre los conquistadores y colonos atendiendo a su rango y participación en el proceso de conquista y colonización. Así, en el caso de Gran Canaria, los peones fueron agraciados con la peonía de regadío, equivalente a cinco fanegadas o una suerte, con cinco azadas de agua; los caballeros conquistadores recibieron el doble de los peones y, finalmente, se premiaba con más tierra y agua a los mayores inversores en la economía azucarera, es decir, a quienes construyeran un ingenio de moler cañas. Se deduce entonces que los principales beneficiarios de las tierras de regadío fueron la minoría de grandes conquistadores y los genoveses, agentes financieros del proceso de conquista y colonización. Ahora bien, interesa subrayar tres cuestiones de singular importancia con el fin de concretar el derecho de aguas aplicado a la fase inicial de la colonización castellana de las Islas. Primera cuestión: los delegados regios repartieron un caudal específico de aguas para el riego de una determinada superficie de tierra; el agua quedó, pues, adscrita a la tierra que irrigaba. Así, en la confirmación del repartimiento de las tierras de riego de las terrazas aluviales del Barranco de Tenoya (Gran Canaria) en 1506, el reformador Ortiz de Zarate indica: «Que ninguna persona sea osada ni se entremeta a tomares agua ninguna de la del dicho barranco, pudiéndolas sacar [los colonos]... para que se aprovechen dellas en las dichas tierras y en la parte del dicho barranco donde los dichos señores herederos de las dichas tierras les hubiese bien de ello, la Reina nuestra señora será servida y ellos aprovechados en darles el agua necesaria para las dichas heredades... para que las hayan y tengan para si y para sus herederos y para quien dellos lo hubieren de haber, para que con ella rieguen las dichas sus heredades por su dula»23. De igual forma se expresa el citado reformador con respecto a la confirmación del repartimiento de tierras y aguas en el Valle de La Orotava (Tenerife) en el citado año: «e mandamos les sean dadas cartas de confirmación según que sus altezas lo mandan, para que las hayan e tengan por suyas e como suyas en la manera que dicho es, para agora e para siempre jamás, para sí e para sus herederos e sucesores,... con el agua que por sus dulas les perteneciere según que por mi ser declarado e les cupiere conforme a la medida de las dichas tierras e repartimiento en ellas fecho, e mando que por ninguna persona sean despojados de las dichas tierras e heredades e agua que a ellos les pertenece»24. La segunda cuestión se refiere al carácter de res comunes del aqua profluens. La Ley V del Título XXXI de la Tercera Partida contiene la siguiente expresión: «Ganada hombre la servidumbre de traer agua para regar su heredamiento de fuente que naciese en heredad ajena, si después el dueño de la fuente quisiese otorgar a otro poder de aprovecharse de aquella agua non lo puede hacer sin consentimiento de aquel a quien primero fue otorgada la servidumbre de ella. Fueras en de si el agua fuese a tanta que abundase al heredamiento de ambos».



¿Este texto significa, como sostiene Arrazola, que el aqua profluens no era de uso común sino que pertenecía al dueño del fundo donde había nacido, aún cuando hayan traspasado los linderos de su propiedad? ¿Por el contrario, como sostiene Escriche, estas aguas, nacidas en terreno privado, «así que salen de él se hacen corrientes, aqua profluens, y pertenecen como comunes al primero que las ocupa en cuanto tienen necesidad de ellas»? Las actas de los repartimientos canarios permiten sostener esta segunda lectura de la citada ley, es decir, que durante el período moderno el aqua profluens tenía el carácter de res comunes, a la que tenían derecho todos los propietarios ribereños con la autorización previa del ius regale, con la salvedad de que este res comunes es en Canarias el dominio útil y su privatización por el ribereño exige la cesión de este dominio por parte del ius regale, propietario absoluto de tierras y aguas. Veamos. Los delegados de este ius regale cedieron también la propiedad de determinados manantiales sin especificar una medida exacta de tierra, dado que en las concesiones de este tipo se desconocía con exactitud el caudal de agua susceptible de emplear en el riego. Pero en este caso también se mantiene la adscripción del agua a la tierra porque la cesión del manantial incluye la cláusula «con todas las tierras que con su agua podáis regar», lo cual significa que el caudal de dicha fuente determinará la medida de la tierra. Además, esta modalidad de data se refiere al manantial que nace en la propiedad, de modo que asistimos aquí de nuevo a la aplicación por parte del delegado regio del derecho de aguas bajo medieval, que reconoce la autoridad del propietario para disfrutar en exclusiva de las aguas que nacen en su predio. Ahora bien, en el supuesto de que la «saca del agua», es decir, los trabajos de extracción, a cargo del beneficiario de la data, alumbrasen un volumen de agua superior al estimado por el delegado regio a la hora de realizar la merced, entonces el aqua profluens, es decir, dicho excedente, es propiedad realenga afecta a la consideración de res comunes, de modo que el delegado regio quedaba facultado para ceder su usufructo a todo nuevo poblador. Dos ejemplos corroboran este hecho. En 1508, Alonso Fernández de Lugo, responsable del repartimiento de tierras y aguas en Tenerife y La Palma, concedió al conquistador Gonzalo Yánez: «unos manaderos de agua que están en las tierra que yo así vos he dado, las cuales habéis de sacar debajo de la tierra, y sí fuere tanta la cantidad que haya para demás de regar vuestra tierra, que pueda yo hacer merced della a quien yo quisiere»28. Y más explícito aún es este carácter de res comunes del aqua profluens en la data otorgada por el mismo cesionario al clérigo portugués Rui Blas en 1507: «Do licencia... [para] que podáis buscar cualesquier aguas que hall-ardes en vuestras tierras que tenéis en Icode, que van perdidas, e si hallaren que no van a los barrancos e río de Icode, sean vuestras. Que digo que estando en vuestras tierras las dichas aguas que las podáis sacar». Finalmente, interesa subrayar una tercera cuestión de cara a comprender el proceso histórico posterior en torno a la propiedad del agua. El dominio eminente sobre las tierras y aguas no repartidas quedó en manos de los señores y de la Corona en sus respectivos ámbitos territoriales, quienes cedieron el dominio útil en calidad de res comunes al vecindario. Y a partir de esta primitiva concesión, el destino de estas aguas corrió paralelo al proceso de destrucción de la propiedad comunal.

 3. CAPITAL MERCANTIL E IRRIGACIÓN: EL PODER DE LA SACAROCRACIA Así pues, los repartimientos de tierras y aguas reprodujeron en el solar canario el derecho bajo medieval castellano sobre las aguas. Pero las cosas cambiaron bien pronto. Si bien el citado derecho respetaba el legado de la comunidad aldeana, no ocurría lo propio con la institución que debía garantizar la defensa de tal legado. Las ordenanzas de las nuevas instituciones municipales fueron copia de las vigentes en el solar andaluz, y tales ordenanzas respondían a una Administración municipal más evolucionada, acorde con el progresivo control regio y oligárquico de la institución concejil. Y como la oligarquía concejil isleña fue la principal protagonista del proceso económico generado en torno al agua y su prioritario destino, el cañaveral, esta oligarquía empleó su control institucional para liberar al citado proceso de los «matices» jurídicos del derecho de aguas bajomedieval castellano que obstaculizaban su desarrollo. Esta intervención favoreció la génesis y consolidación de una nueva norma jurídica, en gran parte consuetudinaria, que regulaba la distribución del agua entre sus interesados y aseguraba la exclusividad de sus derechos a la misma, único modo de estimular aquella estrategia de crecimiento agrario. Finalmente, esta estrategia y la nueva normativa terminó por otorgar a los grandes conquistadores y financieros de la colonización azucarera nuevas vías para ampliar su control sobre las tierras irrigadas y, por extensión, sobre los recursos hídricos. Distribuidas las tierras consideradas de regadío con el agua que les correspondía por sus dulas, los agraciados con estas mercedes formaron un primer Heredamiento de tierras y aguas para hacer valer sus derechos de propiedad ante la Justicia y reclamar su intervención en los asuntos concernientes al interés común de los «adulados». Se trataba de una institución hidráulica presente en los regadíos del solar andaluz y del sudeste peninsular. El municipio intervenía en su administración, al aprobar sus ordenanzas de las aguas y el nombramiento de sus Alcaldes de agua, con jurisdicción privativa para resolver de forma inmediata los litigios por la propiedad o distribución de las aguas. Ahora bien, en el caso isleño, la Justicia era a la vez juez y parte interesada en el negocio azucarero y, por tanto, en la privatización de los recursos hídricos. El gobernador, delegado regio en el repartimiento de tierras y aguas, se había asignado importantes lotes de tierras y aguas, y era miembro destacado de los principales Heredamientos y de la élite azucarera; por su parte, los ediles también pertenecían a esta elite y bien pronto adquirieron a la Corona la permanencia vitalicia en el cargo. En resumen, el factor institucional concejil estaba formado por una auténtica sacarocracia. La primera intervención de este factor institucional en materia de aguas se concretó en respaldar con su autoridad el proceso de capitalización de este recurso. La mayoría de los Heredamientos de tierras y aguas debían afrontar de manera mancomunada los costes de «sacar las aguas», desde los nacientes principales hasta las tierras de riego, dado que el municipio, de reciente implantación, carecía de recursos propios para financiar estos trabajos con cargo a la hacienda concejil. Además, en las vegas irrigadas mediante la red de azud y canales construida por la comunidad primitiva, su sistema de irrigación, de raíz comunitaria, no se correspondía con el horizonte cultural hidráulico del ocupante europeo, de modo que se requería implementar y ampliar esta infraestructura para adecuarla a este horizonte y atender la creciente demanda hídrica de los cañaverales. Varios ejemplos permiten valorar el alcance de las nuevas obras hidráulicas. En 1504, los costes de la «saca de aguas» del río de Taoro para el riego de los cañaverales del Valle de La Orotava (Tenerife) se fijaron por la municipalidad en 50 mrs. de moneda canaria por fanegada de regadío; como en 1508 se habían repartido 1.203 fanegadas, la inversión total pudo haber sido de 60.150 mrs. Pues bien, si consideramos que el precio oficial de la arroba de azúcar blanco destinado a la exportación era en este año de 300 mrs., la suma invertida supuso el 5,0% de la producción de un ingenio, que oscilaba en torno a las 4.000 arrobas. En 1505, la construcción de la Mina de Tejeda, un extenso túnel que conducía una parte de las aguas del barranco de este nombre a la cabecera del que irrigaba la vega de Las Palmas de Gran Canaria, se estimó en 250.000 mrs.. El precio oficial de la arroba de azúcar blanco era también en este año de 300 mrs., de modo que, efectuando la misma aproximación que en el ejemplo anterior, la construcción del túnel suponía el 20,8% del valor de la producción media anual de un ingenio, o bien una cuarta parte de los ingresos reales por tercias y almojarifazgos de las islas realengas. En 1518, el flamenco Jâcome de Monteverde valoró en 15.000 ducados (7.500.000 mrs.) el capital que había invertido en la construcción de las acequias para regar sus cañaverales con las aguas del río de Tazacorte (La Palma), de modo que su inversión multiplicó por 2,65 el ingreso bruto anual de un ingenio, atendiendo a un precio medio por arroba de azúcar blanco de 700 mrs. En 1523, el mismo hacendado estimó que la «saca de las aguas» de este río para el riego de los Llanos de San Miguel, situados en la citada isla, ascendía a 10.000 ducados (5.000.000 mrs.), es decir, multiplicaba por 1,56 el citado ingreso anual, a un precio medio por arroba de 800 mrs. Finalmente, el alcance de estas dos obras hidráulicas queda también de relieve si observamos que en las fechas indicadas los ingresos por tercias y almojarifazgos de las tres islas realengas sumaron 3.938.669 mrs. y 3.060.000 mrs., respectivamente. En resumen, estas estimaciones son muy dispares, pues de igual naturaleza es el relieve insular y, por tanto, los costes de la «saca de sus aguas». Pero, en todo caso muestran la importancia del proceso de capitalización generado en torno al agua y de ahí la estrecha asociación entre capital mercantil e irrigación en la expansión de esta economía azucarera insular y atlántica; una asociación que hacía además germinar la semilla del capitalismo, es decir, la destrucción de los elementos comunitarios inherentes al derecho de aguas bajo medieval castellano, en beneficio de la iniciativa privada. Veamos. Algunos colonos no pagaron los costes que les correspondían por la «saca de las aguas», y esta negativa o morosidad, junto con el carácter mancomunado de este gasto, obstaculizaban sin duda la iniciativa privada e individual en el desarrollo de los cañaverales. Y fue entonces cuando el capital involucrado en este proceso inició su acción ante la autoridad municipal para imponer su lógica productiva. Si los colonos con menores recursos no pagaban los costes de la «saca de las aguas», entonces la «tierra se resuma», es decir, volvía a su anterior estado, de libre disposición, «para [lo] que Su Señoría [el delegado regio] mandare». Y aunque desconocemos el mandato de Su Señoría —el gobernador y uno de los máximos productores azucareros—, éste no podía ser otro que la asignación de la tierra y el agua a otro nuevo colono o bien al propietario ribereño que se acomodase al pago de la deuda. Los derechos de propiedad sobre el agua repartida podían también convertirse en un obstáculo al crecimiento de la economía azucarera en el supuesto de que los agraciados con mercedes de tierras de secano pero con opción a poner bajo riego, retrasaran por dificultades financieras o de otra índole la realización de las obras hidráulicas necesarias para el plantío de los cañaverales. Y, de nuevo, el capital azucarero impuso su lógica productiva. Solicitó ante la Corona que los agraciados con tales mercedes cedieran su derecho a la explotación de las aguas teóricamente asignadas al riego de sus tierras, o bien vendiesen éstas en calidad de secano a fin de que pudieran adquirirlas los grandes colonos que asumían los costes hidráulicos y del plantío de los cañaverales. Se deduce entonces que, en opinión de una élite azucarera que representaba a su vez el poder institucional, la penuria financiera de los agraciados en los repartimientos de tierras y aguas o, dicho en otros términos, los derechos de propiedad de este colectivo no podían detener el interés del capital mercantil y productivo en la expansión de los cañaverales. De ahí que la segunda medida de la autoridad concejil, adoptada como respuesta a una nueva solicitud de la sacarocracia, fuera suprimir el obstáculo de la mancomunidad en el gasto, pues decretó que «cualesquier persona» pudiera invertir a título individual en la «saca de las aguas»46. Una medida que, además, fue seguida por la propia Corona cuando en 1511 cedió a Luis de Armas un tercio de las aguas no repartidas en las Islas y de las que disfrutaran sus vecinos sin justo título, reservándose la autoridad regia los dos tercios restantes para atender los donadíos solicitados por los miembros del Consejo Real. Y entonces ocurrió un cambio trascendental en el marco jurídico del derecho de aguas bajo medieval aplicado en los repartimientos insulares: la separación del agua de su adscripción a la tierra y, consecuentemente, la génesis de un mercado del agua, cuya expansión corría paralelo a la demanda hídrica de los cañaverales. Porque quienes invertían en la «saca de las aguas» y eran a su vez poseedores de tierras de riego, disponían de un volumen de agua superior a la demanda hídrica de sus parcelas, viéndose entonces obligados, en una primera lectura, a enajenar este excedente para poder remunerar el capital invertido; una circunstancia —la venta del agua— que adquiere mayor significado en el caso de aquellos inversores que carecían de tierras y, por consiguiente, su único interés en la capitalización del agua radicaba en participar en los beneficios azucareros a través de la comercialización del recurso hídrico. Cierto que la disposición concejil citada a propósito de esta argumentación mantuvo el derecho de los colonos a disfrutar del recurso en tanto abonasen el capital y los intereses correspondientes a los costes de extracción de su agua. En este sentido, la disposición trataba no sólo de respetar el principio de adscripción del agua a la tierra sino también el derecho de los ribereños al aqua profluens en su calidad de res comunes. Pero, al propio tiempo, la disposición concejil reconocía que la existencia de esta aqua profluens derivaba del capital e intereses invertidos en su alumbramiento, de modo que mientras los colonos con derecho al agua no pagasen tales dineros, tenían que adquirir el agua necesaria para el riego de sus cañaverales. Ahora bien, si suponemos elevados los beneficios azucareros, parece lógico pensar que quienes invertían en la capitalización de las aguas, dueños de ella en tanto no les abonasen los costes de su inversión, preferían maximizar su renta mediante el riego de cañaverales de su pertenencia, pretendiendo al efecto las tierras de los colonos con derecho al agua o bien las tierras de secano, de menor precio, situadas en el perímetro del espacio agrario cubierto por la red de irrigación. Esta última estrategia inversora exigía la superación de dos obstáculos jurídicos. El primero era «convencer» a los propietarios de las tierras de secano de la «conveniencia» de su venta, procurando para ello desanimar su deseo de adquirir el agua para el plantío del cañaveral. El segundo obstáculo consistía en romper el vínculo jurídico que ligaba el agua a la tierra, pues convertir en regadío tierras de secano implicaba la movilidad de una porción de agua ya sujeta a una determinada superficie de tierra, la de los colonos con derecho a esta agua pero sin dineros para hacer valer este derecho. Un nuevo elemento, de carácter tecnológico, vino en auxilio de esta estrategia de movilidad del agua, al poner de relieve que la norma castellana de adscripción del agua a la tierra suponía una asignación ineficiente de este recurso. En efecto. El cultivo intensivo del cañaveral agotaba los suelos, de modo que, una vez finalizado su ciclo productivo —cuando más, cuatro años—, la tierra debía quedar largo tiempo en barbecho. En consecuencia, si el agua permanecía adscrita a una determinada superficie de tierra, el propietario de ambos recursos no podía optimizar la asignación del primero durante el período de barbecho, debiendo entonces vender o arrendar el uso de su derecho al agua a los plantadores sin ella para el riego de sus cañas. La argumentación expuesta conduce a una conclusión obvia: los derechos de propiedad sobre las tierras de secano situadas en el perímetro del espacio irrigado suponían un obstáculo jurídico a la expansión de los intereses de la aristocracia. Y, de nuevo, esta última impuso su lógica productiva, sancionada a su vez por la Corona: la «remuda de tierras cansadas, es decir, la mudanza de tierras y aguas de acuerdo con los intereses de los propietarios de las aguas. Quienes poseían tierras de secano perdían su titularidad en beneficio de los «adulados» mediante el simple pago por éstos de las posibles mejoras efectuadas en dichas tierras. Y de ello se deduce un claro proceso de concentración de la propiedad azucarera y cuyo motor fue el control del agua; la propiedad del agua facilitaba luego la de las tierras irrigadas. Finalmente, el sostenido crecimiento de la demanda azucarera en los mercados europeos incentivó la paralela expansión de los cañaverales. Hacia la década de 1520 Canarias se había convertido en el primer productor azucarero atlántico. Pero más azúcares significaban también más agua, de modo que el crecimiento de la superficie ocupada por las cañas acentuó el proceso de privatización de las aguas de dominio realengo. Y aunque la información disponible no permite aún medir el alcance de este proceso, sus vías se conocen con bastante aproximación. La primera revistió carácter legal, es decir, contó con la autorización previa del ius regale. Luego de los primeros repartimientos a la élite de la conquista —caballeros, peones y financieros de la misma—, los gobernadores continuaron efectuando nuevos repartos de tierras y aguas y en estas distribuciones también participaron los colonos ya establecidos. Pero las denuncias acerca de la parcialidad de los gobernadores con la aristocracia, así como el poder acumulado por esta última, determinaron que en 1498 la Corona prohibiera a los extranjeros poseer ingenios y heredades por un valor superior a 200.000 mrs., y en 1506 la venta de tierras y aguas a «extranjeros e personas poderosas», otorgando a los vecinos naturales derecho de tanteo. Finalmente, la Corona decretó en fecha aún imprecisa que los gobernadores no pudieran repartir tierras y aguas por un importe superior a 3.000 mrs.. Una segunda vía jurídica de privatización de las aguas realengas afectas al res comunes daba amplio respaldo a las iniciativas hidráulicas de la aristocracia. Su representante institucional, el municipio, obtuvo la preceptiva autorización de la Corte para convertir aguas realengas en aguas de propios o concejiles, argumentando al efecto la demanda urbana. Pero el municipio carecía de fondos para acometer la «saca de las aguas», de modo que privatizó los «excedentes» en aquellos que se comprometieran a realizar aquella obra. Y no cabe duda alguna acerca de la naturaleza social de estos interesados en el agua, es decir, aquellos que ejercían un control político sobre la institución concejil. Finalmente, el método más generalmente empleado fue la simple usurpación: los Heredamientos defendieron su dominio sobre todas las aguas que discurrían por los cauces de los barrancos donde manaban las aguas primitivamente concedidas –es decir, en el reparto inicial de tierra y agua–, aunque por el momento no se utilizaran para el riego, siendo de cuenta de sus beneficiarios el disponer del excedente. Por supuesto, este proceso privatizarlo originó una abierta conflictividad por las aguas, protagonizado por quienes se sentían ultrajados en su derecho comunitario a participar en su uso. Denunciaron ante la Corte la parcialidad de la justicia en los repartos y la continuada privatización de las aguas comunes, es decir, la posesión de un volumen de agua superior al inicialmente concedido en los repartimientos; en síntesis, un proceso privatizarlo del recurso hídrico que incluso fue reconocido por la propia Corona. Sin embargo, sus iniciativas de reforma fracasaron y este resultado revela el alcance de los mecanismos de poder de la élite azucarera. En primer término, en el plano de sus relaciones políticas con la Corona. Sabemos con certeza que el interés de esta última radicaba en lograr una inmediata colonización de las Islas, único modo de frenar la presión de otras potencias por la posesión del territorio insular. De ahí que otorgara a su colonato una política fiscal privilegiada y la libre asignación de los factores productivos, incluso del propio patrimonio regio, como eran tierras y aguas. Y como el auténtico motor de la colonización era la expansión de la economía azucarera, la política regia tendía a coincidir con los intereses del capital mercantil y productivo vinculado a los azúcares. En segundo lugar, el control de esta élite se manifiesta también en el plano de las estructuras sociales y políticas nacidas del proceso colonizador. El control municipal de los primeros heredamientos de tierras y aguas pronto se tornó ineficiente en la defensa de los derechos de sus «adulados», dada la manifiesta parcialidad de una justicia que se suponía debía amparar en sus derechos al agua a todo el vecindario, dado el carácter de res comunes del agua realenga. Una contradictoria actuación concejil que tendía a agravarse a medida que el único bien mueble que constituía el Heredamiento era el agua y crecía a su vez el proceso de usurpación de los veneros existentes en los cauces donde nacían las aguas primitivamente concedidas a los «adulados». En resumen, los intereses comunitarios que debía defender la institución feudal entraban en colisión con los que reclamaban los «adulados». De ahí que, en fecha aún imprecisa, la autoridad municipal se desprendiera de su intervención directa en la defensa de los derechos de propiedad sobre las aguas de los Heredamientos, implantado al efecto y mediante la preceptiva autorización regia la institución que controlaba la irrigación en el territorio castellano: la Alcaldía de las Aguas, con sus correspondientes Ordenanzas de las Aguas, aprobadas por los respectivos Concejos insulares y confirmadas por la Corona. Los Alcaldes de Aguas ejercían una jurisdicción privativa, que se mantuvo hasta la abolición de los señoríos. El oficio lo ejercían los mayores propietarios de cada Heredamiento, es decir, un grupo oligárquico que controlaba a su vez los cargos municipales y militares, es decir, el poder económico, civil y militar en cada territorio insular


 CONCLUSIONES Los repartimientos de tierras y aguas de las Canarias durante su colonización inicial reprodujeron en esencia el derecho bajomedieval castellano. El proceso de conquista determinó que el dominio eminente y útil sobre las tierras y las aguas del territorio recayeran en la Corona (caso de Gran Canaria, Tenerife y La Palma) y en los Señores (caso de Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro). La Corona y los Señores cedieron a los colonos lotes de tierras con su correspondiente agua de riego, así como el dominio útil de las «sobras» de tierras y aguas en calidad de res comunes. Finalmente, los beneficiarios de tierras y aguas formaron los primeros Heredamientos bajo el control estricto de la municipalidad, que regulaba sus ordenanzas y el nombramiento de sus Alcaldes de aguas. Este derecho bajo medieval castellano se mantuvo vigente hasta mediados del siglo XIX. No obstante, este derecho fue bien pronto sustituido por otro, en gran medida de base consuetudinaria, que se adecuaba más a la ideología económica, de tendencia capitalista, que presidió todo el proceso colonizador. La fuerza motriz de este proceso fue una economía azucarera vinculada a los mercados exteriores. El cultivo del cañaveral exigía fértiles suelos y el riego permanente, así como la fuerza del agua para mover los ingenios. El agua se convirtió entonces en el bien más preciado del proceso colonizador, y su asignación productiva tendió a eliminar los obstáculos que impedían la creación de un mercado de aguas, es decir, la movilidad del recurso y la prelación del interés individual en las inversiones necesarias para incrementar su volumen y construir adecuadas infraestructuras hidráulicas. Las fuerzas que impulsaron estos cambios estaban dirigidas por la sacarocracia, que a su vez era la principal propietaria del agua de los Heredamientos y la oligarquía que controlaba el poder concejil. Se forjó así un sistema hidráulico caracterizado por la propiedad y gestión privada del recurso hídrico cuya génesis se produce ahora, en los siglos XV y XVI, y cuya consolidación se produce a mediados del siglo XIX con la reforma agraria liberal.

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